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Los días persiguiéndose |
23 de abril de 2004 Lo andaluz
El andaluz da un cancionero, un arremangamiento, un aguafuerte, un carromato, una cebolla, un pacto con las hogueras. Las patrias otorgando carácter y haciendo a todos sus hijos del mismo cereal, o sea las patrias adjetivas, eso es el tópico, y el andaluz lleva el suyo como un toro y una luna que le alumbran siempre arriba. El andaluz, lo andaluz como categoría cósmica, como clima de la Historia, como una configuración cristalina del alma. Caemos en patrias igual que caemos en otras mentiras, y al ser humano, que tiene en cada individuo un universo con manos, lo ponemos sin embargo a cabalgar sobre distintas patrias y decimos que esa cabalgada es el mundo, es la cultura, es la civilización y es la madre que nos parió. Dar a las categorías existencia real, ese platonismo, esa vieja equivocación del hombre que nos ha dejado desde la metafísica a las banderas. Pero el andaluz, lo andaluz, no existe como tal, como no existe la geometría más que cuando se hace con ella una rueda o un arbotante. El humanismo debería ser ante todo una reivindicación de los plurales. Existen los andaluces, no el andaluz, y con eso no se puede hacer una carpa ni un vagón que nos lleve a todos ni un alma leñosa que compartamos por debajo de la tierra. El hijo de Juanito Valderrama se ha enfadado ahora con Umbral porque dice que con unos adjetivos largos como guadañas el maestro ha menospreciado lo andaluz, al andaluz. Juan Antonio Valderrama (“como andaluz”, dice) le critica a Umbral “el desprecio cada vez que toca el tema de Andalucía”. Pero Andalucía, de la que muchos hablan como si fuera una señora que está de verdad por ahí por la calle fandangueando, no es un tema. O no es un solo tema, mejor dicho. Este error lo suelen cometer los que en realidad están pensando en su Andalucía, que es la que ellos se fabrican para que los lleve en carroza o para meterla en un relicario. Valga este ejemplo para ilustrar la estrechez de las patrias y el reduccionismo en el que muchos gustan retratarse porque les proporciona identidad, hondura, legitimidad y sincronía. Hay una Andalucía orogénica, una Andalucía recalcada en morerías, una Andalucía lorquiana o cernudiana, una Andalucía sentimental, una Andalucía de la oficialidad, una Andalucía como un mendrugo, una Andalucía como un evangelio en piedra, una Andalucía que baila con el fuego, y ninguna es verdad porque los pueblos no son verdad. Decía Gonzalo Puente Ojea en una reciente conferencia que “la sociedad no tiene conciencia”, porque es sólo la colección de las diferentes conciencias de sus individuos. Sólo se podría admitir una “conciencia de la sociedad” a costa de que los individuos no la tuvieran, y por ahí empieza el totalitarismo. Pero el andaluz uniformado de sí mismo enseguida lleva a catalogar lo que es más o menos andaluz y a los que son más o menos andaluces. O sea, lo andaluz como un cuarzo purísimo y único que existe, en el que mirarse y afirmarse, la joya inequívoca que tallaron las confusas contramareas de la Historia y la cultura. Todo eso es falso, y por eso hay andaluces que se sienten extranjeros cuando su tierra dice celebrarse con viejos dragones, músicas y remolinos. Frente a todos los males que nos trae el etnocentrismo, las naciones como soles o como ejércitos de varias lenguas, quizá sería ésta la única esperanza. Sí, el día en que todos nos sintamos un poco extranjeros estaremos más cerca de alcanzar nuestra plena humanidad. Esto vale bastante más que las banderas, que sólo son retales. |