Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

13 de mayo de 2004

Cannabis

El asunto de la legalización del cannabis, el hachís, la marihuana, la grifa, la yerba, reaparece de vez en cuando como un cometa con las barbas muy perfumadas y nos trae una reivindicación de flojos, un espanto de los decentes y una botánica del pecado, que arde muy bien, contra otra botánica de las infusiones. Ahora nuestras autoridades se lo vuelven a plantear porque todo eso, más que una toxina que entra en la carne, es una cosa que da ambiente, guitarreo, poemas de la calle, contracultura y pies sucios, y esto quizá cuadra con del nuevo talante que nos ha traído el polen de la primavera. Analizar la droga desde la química no sirve, porque hasta el amor es química. Nuestro cuerpo no funciona en seco y hacen falta endorfinas, pitillos, prozac, güiscazos, optalidones, enamoramientos, cafelitos, adrenalina, testosterona o porros, venenos de dentro o de fuera que están más o menos todos en la misma categoría por ese gran puchero que es el cuerpo humano. La droga no es una molécula ardiendo, sino su cultura, su argumento, su distrito y hasta sus sastres. Si unas drogas se santifican y otras se persiguen, suele ser por esto y no porque nos maten poco o mucho, que todo mata como la vida.

Hay drogas blancas, cristianas, ya mezcladas con nuestra sangre hecha de siglos, y hay drogas extranjeras, tiznadas, que vienen a través de una pantera, un dragón o una rosa del desierto que salta los continentes. Nuestros dioses y nuestros frailes están hechos al vino, no a la fumata, y por eso el cannabis es la semilla maldita y la planta femenina que cultiva el diablo con manos negras y blandas como las que da la lujuria. El cannabis de los cineclubs, de los profesores de lengua, del 68, de los hippies, cuando todos los prados estaban para fumarse y en las caravanas las doncellas se perdían entre amapolas y repartían luego sus embarazos gloriosos por la comuna; el cannabis como el incienso de los rebeldes, su borrachera seca porque el poder iba más al orujo y al coñac con nombres de emperador; el cannabis de la marginación, de los vendedores de pulseras y bicicletas de alambre, de los choris, de escaparse de todo en la tapia antes quizá de entrar en el jaco y quedarse flacos o muertos. El cannabis, en María o en hachís, fue o es todo eso, pero cuando los niñatos van más a la botellota y a la pastilla que les revienta el corazón en una sola noche, ahora empieza a ser una cosa de viejos apacibles, intelectualizada como una pipa, distinguida como una cojera.

El cannabis no es peor que muchas tarrinas que nos da el supermercado pero hay que tomarlo como en una misa negra porque somos así de hipócritas. Lo de la droga es quizá tan sólo una prohibición o no del placer según su olor. El geranio canalla del cannabis les huele mal a los decentes que sin embargo le echan anís al botijo y van luego a tirar una cabra desde el campanario. La droga está en todas las culturas, ya lo dice Escohotado, porque todo placer es artificial y hasta los besos nos dejan dopados según nos cuenta la medicina. Nuestra cultura tiró por el líquido y por ese ambiente de cosacos de nuestras celebraciones con alcohol, y sin embargo una ramita ardiendo nos suena a brujería y a indio que habla con los osos. No hay más diferencia. Mientras, esto sigue alimentando mafias y navajeros, cuando podría alimentar a los boticarios. En Holanda ya lo saben y allí se puede pedir cannabis como pastillas de eucalipto que dan risa. Y no se ha terminado la civilización ni se les han muerto los oficinistas.

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