Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

10 de junio de 2004

Atlántida

“El hombre que la soñó la hizo desaparecer”. Aristóteles nunca creyó que la Atlántida, la isla con anillos de tierra y agua más allá de las Columnas de Hércules, la civilización de los hijos de Poseidón y de la mortal Clito que conquistó todo el Mediterráneo excepto a los atenienses, fuera real. Para Aristóteles, su maestro Platón la sacó de las espumas de su mente, igual que ponía un triángulo equilátero a vivir en el más allá de las ideas como en una fresquera. La misma geometría atlante que describe Platón es el mundo concéntrico de un ideal. Que ahora digan unos científicos alemanes que la Atlántida está en Doñana es otro juego de puntería. Antes dijeron que era Creta, América, las Canarias... Pero los mitos no están nunca en un mapa, porque entonces dejan de ser mitos para ser un cazo enterrado. La belleza del mito, como la del triángulo, viene cuando se desplaza fuera de la realidad. La arqueología no saca gigantes porque los gigantes están siempre en otro sitio donde no llega la espátula.

En los diálogos de Platón, en el Timeo y en el Critias, la Atlántida es la esfericidad de una civilización perfecta mezclada seguramente con una arquitectura leída o copiada de otro sitio. Las fotos de satélite revelando en la marisma de Hinojos las sombras de aquellos círculos que describía Platón sólo nos cuentan que el hombre mismo es circular, que se repite persiguiendo a la belleza o a los dioses que siempre le dan un dibujo parecido, y que buscando un dragón o todo un continente derrumbado nos buscamos a nosotros mismos porque todavía creemos que hay por ahí una suma o un croquis que nos explica completamente. En la Atlántida están la pérdida del Paraíso, la purificación por la destrucción, el castigo por apartarse de la rectitud o de los dioses, y otros miedos y glorias antiguos y ejemplificantes, que sin citar a Frazer podíamos resumir en el mito primigenio de una juventud perfecta y pura de la humanidad que se pervierte y malogra su felicidad. Eso sólo es una manera de explicar nuestra infelicidad actual girando mucho la cabeza.

A la Atlántida le han llegado a poner ovnis, robots y bombas nucleares. Son los sueños de muchos que están deseando encontrar un padre sideral a nuestra naturaleza porque mirándonos al microscopio lo que nos sale es el mono de Desmond Morris o una bacteria que se volvió muy lista y puñetera. Está en el hombre soñar lo submarino y lo celeste, llenar de magia los dedos de los antiguos porque la magia es la cristalografía de nuestros deseos y la sublimación de nuestras limitaciones. Lo que el sacerdote egipcio le cuenta a Solón va más allá de la suerte de una isla, engloba desde la extinción de los dinosaurios hasta Hiroshima, es la hipérbole del destino de todo el planeta y de toda la humanidad, enlaza con los ciclos cósmicos del nacimiento y la destrucción y es la misma poesía de los volcanes, los diluvios y los meteoritos. Que la Atlántida existiese una vez o no, que fuera un continente con gente que volaba o fuera una isla de comerciantes rubios, que esté en Doñana o en las Canarias o durmiendo con serpientes abisales, en realidad importa poco. Antes que Platón, antes que la arqueología, están el misterio y la búsqueda, las preguntas que fueron hechas para no ser contestadas nunca. El continente que era mayor que Asia Menor y Libia juntas cabe en un dedal. El mismo dedal en el que el hombre guarda a sus dioses, a sus noches y a sus miedos. El día en que cartografiemos eso, lloverá fuego y seremos aniquilados por nuestra insolencia.

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