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Los
días persiguiéndose |
29 de julio de 2004 Barenboim Quizá yo también creí un día que la música podía parar las guerras. Quizá bastara la coda del primer movimiento del concierto para violín de Brahms, ese concierto que en las manos de David Oistrach podía ser un tanque y un tallo. El de Brahms, claro, o el movimiento lento del tercero de Saint-Saëns, el violín mariposa ante el que deberían caer arrodillados los obuses, como dejando paso respetuosamente a un ángel. Frente a los pelotones, el cuarteto de César Franck. Frente a los generales, Fauré musicando con cielo las palabras de Romain Bussine. Frente a la artillería, mirándose de igual a igual, los trombones de Bruckner. Sueños de músico loco, no más. La tierra puede con el aire, las correas pueden con los pianos, el acero puede con las alas y la muerte toca su danza macabra con ataúdes descordados o violines desenterrados. La música es un mueble y con los muebles la guerra hace hogueras y hachas, nunca arpas. Barenboim quiere la paz a través el arte, que es como querer el amor después de un sueño. Barenboim era ese joven genio que hizo matrimonio de genios con la atormentada Jacqueline du Pré, cuyo violonchelo era una melena y cuyo cuerpo fue destensado horriblemente por la enfermedad para darnos una de las historias más tristes de la música. Jacqueline fue su Eurídice y un amor así sólo puede llevar luego a salvar el mundo con desesperación y belleza. Jacqueline tocando el concierto de Elgar o las sonatas de Brahms, eso puede sustituir a todos los himnos guerreros de las naciones, pero el mundo tiene otro compás y hasta los pianos es verdad que parecen a veces féretros en calesa. Los escucho ahora a los dos, abrazándose desde sus instrumentos, y suenan como cuando la juventud no conoce todavía la muerte y la música es un lago al que no llega la extensa podredumbre humana. Ojalá pudieran salvar los dos al mundo, cuando la vida vale lo que un zapato o una estaca clavada. Yo estaría con ellos. El músico loco que quiere la paz y la belleza, y la política que quiere siempre otra cosa más fea, contable e inmediata. Pero el arte y la política nunca se tocan, aunque lo parezca. Shostakovich sirvió de esclavo al sovietismo pero sus sinfonías fueron las únicas catedrales de la URSS. Sólo el político puede ver política en el arte, que es como verle la madera o el cofre que no tiene; sólo el mezquino puede ver odio entremetido en la música. Barenboim ha defendido la música de Wagner, que sonaba en los campos de exterminio y tarareaba Hitler. Pero aquel dúo del segundo acto de Tristán e Isolda nada tiene que ver con la maldad. También Richard Strauss era odioso, pero quién puede sentir odio al escuchar sus Vier letzte Lieder, pura espuma de música. No, la política puede manchar el arte al rozarlo pero no tiene poder para encarroñarle el alma, ni con las subvenciones. Barenboim quiere la paz a través de la música, que sea un corazón reverberante y común, la cueva luminosa en la que se pierda la estupidez humana. Los políticos querrán otra cosa, siempre quieren otra cosa, pues son los últimos hombres sin espíritu. Barenboim, con su sacerdocio elegante, con su música para los leones, es un arquero con lira y un pianista que monta un dragón. Nada tiene él que ver con los políticos que se le acercan y quieren comprarse un palco. Escucho a Barenboim y a su Jacqueline, los dos como en una viudez póstuma, lejana, hermosísima, como un matrimonio que se hundió en el Titanic llevándose a Brahms con ellos. Ojalá pudieran salvar los dos al mundo. Los políticos no lo harán. |