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Los
días persiguiéndose |
3 de agosto de 2004 Quemado Las ardillas dan pocos votos, los bosques de los aquelarres no guardan grutas ni tesoros para los políticos, y el fuego tiene la excusa de los cataclismos que vienen de los dioses y del rayo. Es el invierno el que parece el heraldo de la muerte, cuando las nubes parecen guadañas. Pero es en verano cuando mueren los humanos decapitados por la velocidad, en las carreteras; es en verano cuando mueren los bosques como muere un tragafuegos. Las dos cosas parecen inevitables, son designios de los planetas, el ritmo de meteorito de las estaciones, ahí están la muerte verde o la muerte con sangre como están los precipicios, intocables por el hombre. Nos acostumbramos, y los atardeceres con pavesas y los estampados contra los cristales se cuentan y no se pesan, se dicen y no se remedian. Hay ya muchos veranos de bosques negros y árboles como arañas abrasadas, igual que hay muchos veranos con miembros atravesados de cristales. Ya la costumbre es tradición, ya la tradición da desidia, ya se cuenta de antemano todo lo vivo que morirá en el verano y nadie deja su sangría o descuelga el teléfono por eso. No, los bosques no votan y son caros para ser algo que no se mueve. La prevención de incendios siempre es algo a muy largo plazo y los políticos sólo están mirando las siguientes elecciones con las gafas de leer y la lupa de sumar. Demasiado caro para algo que no se puede inaugurar, algo que no da fotos ni abrillanta el logotipo de la consejería en cuestión, esos logotipos que tanto gustan dejar como pequeños triunfos mezquinos, a cada piedra que levantan y a cada kilómetro que asfaltan. Pero el triunfo de verdad que sería que no ardieran los bosques no hace que viajen los consejeros. El silencio agradecido del bosque que sobrevive no mueve a las bandas de música de la política. Los gnomos no votan todavía, no, y por eso seguirán ardiendo las serranías y siempre habrá otro culpable que encendió el rastrojo, que no apagó la colilla, que dispuso mal la hoguera y convocó a los vientos como brujas de Shakespeare. La catástrofe con excusa les deja muy tranquilos a los políticos que ya van en chanclas. Pero la catástrofe son ellos y ahí sí que no hay agua que los apague. Más terrible que lo de Aznalcóllar, más negro que el fango negro, más muertos que todos los cangrejos que se pueden contar. En lo seco y en lo pobre prendió la chispa matando con más ganas que el agua podrida. El incendio que se declaró en las Minas de Riotinto, que cruzó las carreteras y unió por una vez a las provincias, ya es el mayor desastre ambiental que conoce Andalucía, harta de morirse por cada costado que tiene. El plan Infoca que da funcionarios y boyscouts, que deja tiempo para ver pajarillos y lanzar guijarros a los ríos, no es nada, papel quemado, coches en el paisaje, vacaciones en ala delta. Para nada sirve, y los bomberos cantando un réquiem son un objetivo pobre y triste para la Junta tan billonaria, modernísima y electrificada. Estaba yo en Huelva cuando el incendio, más al norte, en la Sierra de Aracena, cruzando aldeas recocidas, caminos con piaras, grutas de agua y magia. Naturaleza avasalladora, bella y dura. También podrían arder un día, también podrían ser calaveras y pantanos de ceniza. Qué gran hambre de piedra y águilas, el fuego. Y la política que está siempre a la sombra y siempre con botijo, qué gran estafa asesina. Quemado, todo está quemado, y el puñal no fue dirigido por el cielo ni por los escarabajos. Ya saben ustedes quién tuvo la culpa. Descansarán ahora nuestros políticos, con la conciencia negra, con el alma atufada, con el presupuesto intacto. Descansarán, como siempre. |