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Los
días persiguiéndose |
16 de septiembre de 2004 Estado-mercado “Mucho más peligroso que el patriotismo de los que tienen patria es el de aquéllos que luchan por tenerla”. Es un pensamiento que me parece haberle leído a Fernando García de Cortázar y que, en esta temporada en que se llevan las banderas matonas y los reyezuelos para el potaje de cada autonomía, suena a divinas palabras. Hablábamos hace poco de la inutilidad de buscar la esencia de las naciones en la Historia, que siempre guarda versos y tambores para todos los fanatismos. Pero tampoco la sociología nos descubre demasiado. El individuo siempre se ha visto pequeño o mediocre y quiere una patria que le aporte grandeza, vastitud, como si le acompañaran en la calle o en el comercio todos sus lanceros, castillos, reinotas, batallas y poetas. Un alemán corriente (el alemán ha sido en los siglos XIX y XX el nacionalismo por excelencia, con pesados filósofos y óperas detrás) puede sentir que comparte algo con Goethe y con Hegel y eso es como ir por el mundo con un levitón prestado. Es sólo un mecanismo de proyección. Ocurre igual con un club de fútbol. El patriotismo es una hinchada. Sabemos además por Erich Fromm que no hay miedo mayor en el hombre que la soledad, que socialmente se transforma en miedo a la libertad y termina dando esa pulsión de buscar la uniformidad, la sincronía, la unanimidad, cuya máxima expresión es el fascismo. Los patriotas de todas las clases, los nacionalismos de todos los mapas, se siguen imaginando que ellos forman de verdad una ola que se mueve hacia su Destino. Es tan elemental, tan freudiano... El hombre simple que se ve sin patria o con una patria invadida, está castrado. Cuanto más simple sea el sujeto, mayor será esa castración social que siente. Bastaría que el individuo se considerara libre y único, sin más telones detrás, para acabar con esto. Pero el hombre está más cerca de la madriguera que de esta liberación total que sería aceptar que el Estado es un contrato sin querubines eternos que lo guarden. La actitud de los políticos, esa gente mediocre por naturaleza, no ayuda. Vean los infantilismos de poner o quitar una banderita, vean cómo se afanan en sus “políticas lingüísticas”, sabedores de que las diferencias se pueden planear, agrandar y cuidar desde la guardería, que es posible inculcar un himno como un Jesusito de mi vida. La Historia no da esencia a las naciones, pues no existe nada que pueda llamarse esencia; la sociología lo que nos enseña de los nacionalismos es que son una psicopatía. ¿Es esto, pues, la Historia emputecida, la locura con banda de música, lo que impulsa a los políticos? No, sólo son herramientas, instrumentos. El nacionalismo es una aspiración burguesa que busca un Estado-mercado, no más, pero para eso tiene que hacer una tropa de fieles, románticos y necios que creen que de verdad la patria existe y es un árbol o una señora que toca la gaita o un barbudo matamoros. La realidad del nacionalismo es siempre económica, por mucho mantón de Manila folclórico o sentimental que se le quiera poner. Maragall o Ibarretxe lo que quieren es su banco gordo, sus dineros para ellos y la tranquilidad de que sus elites, muy establecidas y cebadas, van a controlarlo todo, mientras ponen al pueblo a danzar con chirimías. ¿Y Andalucía? Aquí no hay nacionalismo andaluz porque somos pobres y lo que queremos es un cajón más grande donde meternos, el cajón de España, en el que Chaves hace su rentoy igual que Ibarra. El nacionalismo es dinero para los que saben, el Estado-mercado. Para los necios, es un alma. Pero el alma está en el chaleco. O así la llevan, al menos, los hombres libres. |