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Los
días persiguiéndose |
9 de diciembre de 2004 La renuncia Quizá lleguemos a ver la muerte de la política y ése será el adelanto del siglo y el estilo de mueble por el que nos recordarán después en la Historia. Algunos poetas, locos y estilitas habían imaginado la muerte de la política igual que la de los dioses, como una liberación después de la cual el mundo iría solo, llevado por sus propias mareas. Otros, sin embargo, lo imaginamos como el cataclismo orwelliano que nos convertirá en obreros callados y nocturnos, ensimismados en la cuerda de nuestro reloj. La muerte de la política ya está pasando, como si se nos fueran cayendo a pellas todos los letreros de las altas palabras e ideales, y es precisamente la distancia entre el ciudadano y una casta semisacerdotal que maneja esa aleación blanda de la mentira y el dinero, ese oro bien masticado con el que se hacen sus góndolas que vemos pasear por encima. Hasta los medios de comunicación han claudicado, han dejado de hablar de política, que es la relación del ciudadano con lo público, para contar metapolítica, que es el roce obsceno de un político con otro y por ello solamente una escena de cama entre gordos. Como en toda mentira, lo fundamental es el lenguaje. Con el lenguaje se establece la mentira del amor, de la Patria, del heroísmo, de la belleza y hasta del asco. La poesía misma es la mentira primordial, precisamente porque es exacta y el hombre no es exacto, no tiene sensaciones ni sentimientos exactos ni su alma suena como un arpa. El discurso político es la poesía y la mentira más bajas, porque ni siquiera tiene la excusa de la belleza, que el la única concesión que puede tener la mentira. El análisis lingüístico de la política nos deja su falsedad como el esqueleto de una metáfora (la metáfora está en nosotros, no en las palabras que se juntan, y por eso es más que una mentira: es la sensación de realidad de una mentira). Las palabras de la política son el azul de su falsedad como el azul de un cielo pintado. Las palabras de la política son el graznido de su muerte, el latín de su fin como en un réquiem. “Acuerdo sobre el impulso democrático”, dicen como cantándolo. Pero ya ven que sólo es el dinero que se les dará luego a los políticos o a sus viudas, el reparto de las cartas marcadas y un dejar en los parlamentos los pasos de baile pegados en el suelo, igual que se aprende el chachachá, para que nadie se equivoque. Se les ha olvidado que el impulso democrático tendría que recuperar a la ciudadanía que anda en lejanos arrecifes, y no ser un candelabro que pasa un político a otro del siguiente turno. Este acuerdo no era más que un prorrateo, como esos problemas de capitales de los cuadernos de aritmética, y una intención de quedar acolchados en sus privilegios mande quien mande, que no hay más que una olla para todos. Hay pocos términos que me hayan dado tanto asco en política últimamente como éste. Quizá sólo le gane eso del “pacto por la Justicia”, que no tiene nada que ver con la Justicia sino con los colegas que le toca a cada uno sentar en las sacristanías de los tribunales, para que no te entrullen a los tuyos y sólo tumben los recursos que presenta el enemigo. El lenguaje del cinismo con sus volutas y narices, la mentira ya sin rima o con rima torpe. Probablemente llegaremos a ver la muerte de la política y no se distinguirá de otros atardeceres. Por arriba seguirán pasando las barcazas de los políticos, sumos sacerdotes de ellos mismos, y nosotros seremos los mismos cangrejos ni más felices ni más desgraciados. Ya habríamos renunciado, mucho antes, a ser libres. |