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Los
días persiguiéndose |
16 de diciembre de 2004 Pequeño dinero El gran dinero, cuando se mueve, suena a copas de árboles o a tela muy fina, a placer que se roza con otro placer, algo así como un guante con un seno o la saliva con la espalda. Los tipos, los salones, las fotos, todo lo del gran dinero suena así, un poco crujiente, un poco ingrávido, un poco achampanado, un poco sucio. La guerra de las cajas de ahorro, la pelea por los cajones más altos de la Autonomía, ha sido una duda de moverse o no el gran dinero, igual que de moverse o no una melena. El dinero otorga carácter, como un revólver, pero detrás del revólver o del dinero amartillado sólo hay un tío que puede dispararte, incluso si va vestido de predicador, como en aquella película de Clint Eastwood. Detrás del gran dinero o detrás de un arma poco importa lo que hay, pues el dinero quiere más dinero como la bala quiere carne. Controlar las cajas es como controlar a todas las hormiguitas ahorradoras de Andalucía, y eso le apetece al político o le apetece al mismo Dios como a otro sheriff. Por arriba, la gente del gran dinero habla del oro como de una ópera compuesta para ellos y de las cajas de ahorro como una comida para muchos lobos. Por abajo, en las sucursales donde se va a pagar la luz, donde una mujer saca la cartilla envuelta en plástico como un riñón que guarda en el bolso, con colas de jubilados y albañiles que no se han quitado el casco, allí donde la paguita huele a panecillo para todo un mes, ignoran quién es de verdad el dueño del dinero, que no son ellos, las hormiguitas, sino alguien que se lleva todo en un saco y lo convierte en política o en catedral. La chica ha mantenido el tipo, ha aguantado la humillación con las rodillas juntas, pero luego, al salir de la sucursal, ha empezado a llorar como sólo pueden hacerlo los pobres, y parece como si la hubieran violado allí mismo, sobre la mesa en la que la empleada le ha dicho que no, que no le dan el crédito, pero que no es culpa de nadie, que es que el ordenador ha dicho que no, el ordenador que no tiene corazón como no lo tienen las guillotinas. La chica que trabaja en una cocina, que tiene una nómina de 720 euros, que quería comprase un coche viejo, lo único que podía permitirse, la chica a la que le han negado un crédito de 3000 euros y que llora al lado del cajero, como ante el altar de un dios cruel y automático. La chica que vive con su novio, que también anda por los veinte mil duros al mes, a la que le han computado los gastos, los riesgos de avería del coche con 8 ó 9 años, las facturas de la luz, el alquiler del apartamentito chico, y luego el ordenador ha dicho que no, un no como el de un emperador romano. No me da pudor decir dónde: es una sucursal de la Caja San Fernando. La chica llora y parece que llora por un frío que no puede quitarse, el frío de ser pobre quizá, como el de una una niña que vende violetas. Ha tropezado con el gran dinero, la han doblado con el bastón del gran dinero, ella con sus piececitos derrotados, con su cuenta pequeña de dejar para el butano y el teléfono, y dentro de la sucursal la Navidad era una enceradora. Las cajas de ahorro, su obra social, sus equipos de basket, sus cedés de villancicos, sus vajillas por el plazo fijo, sus consejos llenos de políticos y sus leyes que merecieron batallas. El pequeño dinero, el gran dinero que no conoce a sus padres. Toda la distancia de la vida. La chica llora y cruza el paso de peatones como si le hubieran vaciado el vientre. Va a comprar pan y leche y una lata de fabada para comer. En algún sitio, celebran que ha acabado una guerra. |