Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

  23 de diciembre de 2004

Diorama

La Navidad, ese meteoro de azúcar y frío, esos patines de la infancia que seguimos buscando. La Navidad siempre ocurre en la niñez, y luego lo que queda es la nostalgia de eso con justificaciones cosmológicas, piadosas, gastronómicas o musicales. Sólo un niño puede ver como Santa Claus al vecino con estufa, sólo un niño puede creer en cascabeles que hablan o en un dios rubio porque es como él. El mundo adulto se sabe feo, sucio, asesino y ambicioso, conoce muy bien que nada funciona con campanillas, y como ninguna cosa hay más humana que la mentira, la Navidad es desear creer por unos cuantos días que todo puede salir de un calcetín, que la paz viene de alguna pajarería, que el amor se prende de verdad con bombillitas, y que si hay una lágrima es otro cristal que cayó del firmamento y suena al llegar como una celesta. No es la religión, que sólo aprovecha la fecha, sino esa temporada de cubrirse el hombre el corazón de celofán para no reconocerse monstruo. La Navidad, que sólo puede ser para los niños y los millonarios de la lotería, nos ofrece una fantasía de seres buenos y una túnica azul para nuestro abrigo de carnicero. Siendo niños unos días, fijándonos sólo en la redondez de las cosas, en cómo choca una luz contra otra luz y conversa una estrella con un flautista, vemos el mundo como un diorama que tiene sin embargo por detrás otra realidad que es la de verdad, que es la que da miedo.

Por detrás de los abetos como sombreros de un duende, de la electricidad que ha suspendido una fruta sobre la ciudad, del dulce que se queda en las manos, de las Sagradas Familias que pastorean el frío, de los bellos sentimientos como bellos pececitos, el diorama de la Navidad nos da al otro lado un mundo en que no es posible ninguna Navidad. Una mitad del planeta se mata con la otra mitad que canta o se agacha de diferente manera, por otro dios u otra arquitectura, y cada cual planea cómo puede salir el sol explotado por el otro horizonte. En política los partidos sólo se desean veneno en los bombones, están los lados de España volviendo a sus abuelos muertos y a sus lobos con ganas, y entre eso y legislar su dinero, sus privilegios y sus retiros gastan el diccionario. Apuñalan a un párroco, que es como ahorcar a una Virgen, por un lío de hermandades, recordándonos que la religión tiene antigua la sangre y que los arcángeles fueron los primeros seres con espada. Aquel tipo que explicaba cómo había que pegar a la señora sale de la cárcel con una tarea que le mandan, con una redacción que tiene que hacer, mientras las mujeres son asesinadas con el cuchillo del jamón navideño por el hombre cobarde que creyó que compró en su día carne para la cocina y para la cama. Muere otro obrero, que quizá pesaba mucho porque los pobres pesan mucho o es que no les da para pagarse un ángel de la guarda, y así es fácil caerse del andamio. Es, ya ven, Navidad.

La Navidad ya no es posible, o nunca fue posible, o sólo es posible en pantuflas, pero de engañarnos vivimos y hay que sacar los violines porque si no nos dirán locos o amargados. Cuando apaguen el foco, nos quedará lo de siempre. Pero ahora, Dickens y la cena, el perfume y los tamborileros, la rima y el trineo. Yo de niño sólo quería una bicicleta, el mundo era una bicicleta que vendría a mí como un pony. Luego, todo es mucho más complicado y triste. Feliz Navidad.

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