Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

10 de febrero de 2005

Castro / Chaves

Hicieron una revolución con doce hombres y siguieron soñando con liberar a toda América Latina de los dictadores con sombrero panamá, de las corporaciones norteamericanas que ponían pingüinos en los palacios, de los asesores de interrogatorios de la CIA. Pero el guerrillerismo terminó justo con la imagen del cadáver del Che como el de un gorila abatido. Para entonces, Estados Unidos había aprendido la lección. Cuba quedaba protegida por la dentadura de hierro soviética desde Kruschev, pero las demás dictaduras latinoamericanas seguirían siendo sopladas al oído por la Casa Blanca. Cuando sus águilas calvas planearon más tarde el golpe de Pinochet, Salvador Allende, con un casco de minero según recuerda García Márquez, resistiría seis horas en La Moneda con una metralleta regalada por Castro, como cerrando el círculo de la Historia.

Fidel Castro ya no es romántico ni habla como Cyrano. Batista tenía una dictadura de mercenarios y navieros, pero Castro ha hecho la suya con flacos, ciclistas, heladeros y muchachas sin braga. A pesar de que siempre pensó que el comunismo había sido mal aplicado en Europa del Este, Castro terminó vendiendo Cuba a Moscú igual o de peor forma que Batista la entregaba, con cestos de frutas, al negocio americano. Ahora sólo la vende a su propia momia calva, a su propia barba difunta, gran cartón viejo que se cae de loco, de ciego y de loro. En una revolución se triunfa o se muere, se lo seguía recordando en una carta de 1965 el mismo Che Guevara, y Cuba podría morir entre escupideras con el Comandante sin que eso significara para él más que la última gloria. Si algo hemos aprendido en el siglo XX es que todos los totalitarismos se parecen porque la ortodoxia absoluta sólo puede mantenerse con el crimen. No hace falta recordar que el fascismo y el comunismo comparten origen, y que la ultraderecha con su oligarquía o la extrema izquierda con el proletariado sagrado dan los mismos burócratas, élites y gulags. Ni siquiera la verdad tiene derecho a ser impuesta, mucho menos la mentira. Y toda uniformidad es mentira porque el hombre no es uniforme. A Castro no lo pueden hacer bueno ni siquiera sus enemigos.

Al país del ron, de la ropa tendida, de los brazos desnudos, de los robinsones, llegó Chaves como la Reina de Saba o como su embajador con alfombras. Pobre provinciano rodeado de maestritos, tenía que traer o inventarse despachos de la Corte, saludos de Europa, poderes que no tenía. Disfrazado de nuncio, plenipotenciario de nada, quería hacer el ajedrez de los estadistas bajo las palmeras. El ridículo de Chaves en Cuba ha sido un ridículo como de ponerse alzas. Chaves pacificando dictadores o reuniéndose con la disidencia, con ese anticastrismo que, no lo olvidemos, también fue la ultraderecha de Bahía de Cochinos, la que aleteó sobre el cadáver de novio de JFK. Chaves con el traje muy ancho para esos menesteres, fuera de escala, fuera de sitio, equivocado de barco, comprometiendo la política exterior española para poder fardar a la vuelta de que se habla con la Historia. El dictador le pareció fascinante, como si fuera una catarata o Ava Gardner. Castro ha resistido al Imperio y a la cordura. Los alcaldes de pueblo que van a verle no le inmutan. La vergüenza ajena de Chaves en Cuba se queda para nosotros, largos sufridores de sus ínfulas.

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