ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Hay que buscar ya otros peces, peces indómitos, peces de un Cámbrico tardío, peces salidos de las propias pesadillas de los peces, peces que imagina un Bosco submarino, peces con la belleza tenebrosa de un veneno secreto o una púa asesina escondidos en la ventrecha, peces con un nombre de saurio aplastado y tranquilo, peces como para comer la carne rara de canguro que da el mar, peces enflaquecidos de espinas y barbas allá por el Biafra de los peces, peces como un alienígena cercano con un ojo enrojecido, retráctil y espantoso. Hay que ir ya por los arrabales del mar, por todos los ensanches de las profundidades, a pescar ese pez salvaje y nuevo con su biología de dragón apagado y resbaladizo, volver a rebuscar en la luna de los fondos oceánicos y traer a un pez desconocido como un microbio extranjero, como un indígena asustado, poner las pescaderías como una parada de monstruos transatlánticos boqueando en el idioma incomprensible del diablo o de las serpientes. Volver a investigar el mar, volver a vadear la gran catarata donde termina la Tierra, porque ya no podemos ir a Marruecos, porque se nos han cerrado las aguas de Marruecos y ahora hay que cazar a un boquerón como a un unicornio. Marruecos nos ha devuelto al gran planeta del mar que teníamos olvidado, el mar que fuimos también nosotros, peces tecnológicos escapados de las aguas por un sueño de vanidad y eficacia. Nos habíamos creído que el mar era el rellano de Marruecos, que todo el mar era la vecina de Marruecos, a la que acudíamos por peces como por una tacita de azúcar, y no sabíamos ir más allá del portal, tras el que todo era un abismo de olas como un cemento interminable. Teníamos nuestros barcos acostumbrados al recadeo breve de cruzar la escalera, barcos chiquillos a los que asustaba el mar en lo que tiene de grieta y laberinto, y ahora están los barcos en su soledad adulta, ante la realidad gigantesca del mar, ante el vacío que llena los continentes, al barlovento de lo ancho, llorando su infancia, en la que todo era siempre pequeño, cercano y eterno. Marruecos nos ha dado la ahogadilla bautismal y nos introduce en lo profundo del mar como en la dura verdad acuática de la vida. A eso de volver al mar cósmico y primigenio lo quieren llamar reconversión, que mejor sería devolución o redescubrimiento. Pero la Unión Europea a todo le quiere dar un acento de modernidad, acero y tragedia. Reconversión que suena a suicidio corporativo, a derrumbe de fábricas y a hambre de obrero, reconversión que duele como dejar la inocencia, reconversión que en realidad es sólo darse cuenta, tarde, de que Marruecos ya no nos va a dar la tacita de azúcar porque no le da la gana, porque tiene sus intereses y algún mentor dentro de la misma UE que le comprará igual sus tomates lacios. Marruecos, que ha jugado sucio quizá, que nos distraía con un abrazo falso o con la sangre de arena de los inmigrantes mientras su feudalismo se movía por las esquinas de Bruselas con un alfanje en la boca. Queda eso, la reconversión, asustadiza como una pubertad, o bien la componenda privada con sus señores medievales, que sería, también, entrar en su corrupción y en el corro de sus esclavos. El caso es que Marruecos nos empuja al mar lleno, doloroso y vasto, a la esperanza de un pez raro por entre las selvas sumergidas de Mauritania o Brasil, a regresar al mar a buscar nuestras huellas de anfibio y reconocernos en un primo nadador y lejano con el que compartimos un pedazo húmedo de genoma. Pero queda el desguace de nuestros barcos ventaneros con algo de reventar a una ballena amiga. Queda el lamento niño de mirar al mar como el horizonte trémulo que hay que explorar de nuevo. Quedan los pescadores con sus arpones igual que lanzas tristes de pasado. Y el mar, todo el mar, como un balcón azul y un desconchado inmenso de la Tierra, como el cielo inverso que volvemos a descubrir, vertiginoso, enemigo e inevitable. |