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Los
días persiguiéndose |
7 de abril de 2005 Los muertos La primera muerte que recuerdo era algo que pasaba o faltaba en la cocina, un fregado a medio terminar, un balde con sábanas hervidas que quedó con una caña dentro y que quizá olía a muñeca de cartón esponjada, o a ropa de monja muy vieja y muy santa. Mi tía abuela María ya no estaba y parecía que había salido a por pan o a buscarme un caballito de madera. Yo iba en brazos de alguien, creo que tenía una pelota en la mano, y la casa estaba llena de gente y de cortinas, de quinqués y mecedoras, de silencios y babuchas. No vi a mi tía muerta, pero yo no sabía lo que era un muerto y quizá sólo le habría tirado de la falda, o le habría rodado la pelota por la barriga, para que jugara conmigo. Cuando vi mi primer cadáver, mucho después, cuando tuve que llevar a mi abuela Carmen, muerta en la butaca, a su cama, me sorprendió lo pequeño que se queda uno cuando muere. Pesaba tan poco... Recuerdo que lloré pensando lo poco que pesaba. Mi segundo recuerdo de la muerte es la tele en blanco y negro y alguien que parecía haberse muerto con su caballo, ya en mitad de una iglesia, un muerto como una Virgen de Semana Santa muerta, un muerto muy mullido entre los encajes de la muerte, como si le hubieran hecho el ataúd en la cama de matrimonio. Yo tenía cinco años y el muerto era Franco. Aquella tarde quizá yo esperaba que salieran los payasos de la tele, que no salían, y me daba rabia que sólo estuviera ese señor que necesitaba toda la basílica, todo el día, toda la televisión y todo el país para morirse. Pero yo seguramente tampoco sabía todavía qué era la muerte, y si ese señor estaba allí dejándose ver dormir o pensando en su estatua. Después, puede que sí cayera en que a veces con la muerte sólo queda un estropajo y un tomate en la cocina, como con mi tía María, o de repente hay un gigantesco ajedrez moviéndose alrededor del muerto, que está allí como el embajador de su propio entierro y parece fumarse todos los cirios del mundo. El Papa se ha muerto mucho, se ha muerto todo lo que se puede morir alguien, porque se ha muerto durante varios días, en varios países y con varias ropas. Un papa muerto dura muchísimo, no es como los muertos que sólo existen la noche del velatorio, sino que dura lo que un faraón, que no termina nunca de morirse y eso es la inmortalidad. No quiero hablar sobre el Papa que estuvo vivo e hizo viajes y santos. A mí el Papa vivo me resulta poco interesante, un hombre del que me costaría trabajo siquiera decir que fue buena persona. Me interesa el Papa muerto, que a lo mejor es cuando uno se hace papa de verdad, por lo que tiene de fetiche, de San Pancracio de carne, de reliquia paseada, de muerto como un rey muerto ante el que el pueblo arrodilla sus rebaños. Un Papa vivo es como un santo vivo, que no hay. La muerte es ya en sí misma la primera religión, y ni Dios sería Dios si no estuviese muerto. Seguimos mirando siempre a la muerte, y lo peor de eso es que así se nos olvida la vida. Ahora, hasta Monseñor Amigo irá a elegir nuevo papa, pero será un papa vivo, que es poco papa. El catolicismo sólo puede cumplirse en la muerte, lo hemos visto, brillante, rojo, con el calzado ya inútil. A mí me dio más pena mi tía María, que se fue sin más, sin verla, con las cosas de la casa por hacer. Y yo, entonces, ni sabía qué eran los muertos. |