Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

5 de mayo de 2005

Retrospectiva

Desde el hechicero, el más bruto de la cueva, o directamente el dios que bajaba de la montaña como un leñador, nos han mandado generales, sacerdotes, tiranos con lira, reinonas palanganeras, validos afrancesados, iluminados de la plebe y todo lo que cabe en nuestro hormiguero. Con dictaduras del proletariado, con imperios y cesaropapismos, con monarquías operísticas, con déspotas ilustrados, con teocracias de pan seco, con fascismos de plomo, con repúblicas de intelectuales o segadores, con democracias orgánicas o populares que no eran nada de eso mismo, el mundo ha ido buscando sus sillones de todos los estilos hasta que esta democracia liberal, partitocracia, cenáculo de petroleras o lo que sea aparcó su gran proa en Occidente y concluyó o paró la rueda de la Historia.

A Pericles le parecía que el modelo ateniense era el ejemplo a seguir. “Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos, sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal”. Esto decía Pericles, que a lo mejor sólo era un ingenuo que adornaba columnas. La democracia ateniense no se parece en nada a esta nuestra. Aquí no hay sorteo diario para designar presidente de los prítanos, que ahora sería como si un vecino se levantara un día y tuviera que dirigir las sesiones del Parlamento. Polibio, por el contrario, cree que la República romana, que mirando a los cónsules parece monarquía, al Senado, aristocracia, y al poder del pueblo, democracia, constituye el perfecto equilibrio. Polibio quizá ya se daba cuenta de que el truco estaba en que cada cual creyera que mandaba él o su clan, cuando los que mandaban de verdad eran una especie de espíritus intermedios, aquellos capaces de moverse en todos estos estratos a la vez. Sócrates y Aristóteles no se ponen de acuerdo sobre si la oligarquía se transforma en demagogia y ésta en tiranía (Sócrates, refiriéndose al sistema lacedemonio, espartano), o más corrientemente es al revés (Aristóteles). De nuevo los viejos maestros nos enseñan que la política no puede ser otra cosa que ambigüedad y una confusión de vestidos que equivoca hasta a los sabios.

Resulta curioso cómo se puede volver a leer la Política de Aristóteles y creer que se están refiriendo a nuestros gobernantes y que a Zarrías le puede sentar bien una sábana echada por encima. Son muchas páginas hablando de oligarquía o demagogia, del tránsito o la podredumbre que van de una a otra, para darnos exactamente el retrato de nuestra política actual. “La duración demasiado prolongada del poder es únicamente la que causa la tiranía en los Estados oligárquicos y democráticos”, nos dice el estagirita. Toma actualidad aristotélica. La democracia que degenera en demagogia y en oligarquía, ya ven, lo cual les viene muy bien a Joaquín Petit, por ejemplo, y a otros arrecogíos, llevabaúles y pegasellos de los círculos y tribus socialistas aquí. Cualquiera diría que no hemos pasado por Locke ni Hobbes. La retrospectiva de la política sólo nos deja la cinta de Moebius, el eterno retorno nietzscheano y los mismos barbudos subidos a los tejados de los palacios. No, no hemos parado la Historia. Esta democracia liberal tiene viejos los huesos y sólo hemos metido a otros sponsors. La libertad sigue siendo una estatua, sol pintado de un domingo para tontos. Y encima, contentos.

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