Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

4 de agosto de 2005

Los pijos

Polo, vela, golf... Nunca he entendido que resulte fino el olor a establo, ni a algas, ni a pasto. Un deporte verdaderamente elegante es el billar inglés, el snooker, donde el árbitro parece un mayordomo y cuando haces los 147 puntos es que ya eres sir. El snooker no necesita un campo sino una biblioteca, y mientras el contrario termina su break hay que esperar sentado como lo haría el Henry Higgins de Rex Harrison, como esperan en las películas los que tienen invernaderos de orquídeas. Aquí no se practica el snooker, juego refinado, decembrino, melancólico, y los banqueros y sus yernos, y los aristócratas y sus herederos, y los constructores y sus cubanas, mejor le dan al golf entre lagos en los que la naturaleza se mira las trenzas; o ven polo, donde los caballos deben ser más guapos que los jinetes; o hacen con el GPS la náutica de los cobardes. Nuestra beautiful people, nuestros ricos, han perdido, como el último bastón, hasta el recurso a la excentricidad, que según Ambrose Bierce es en realidad un “método de distinción tan vulgar que los tontos lo usan para acentuar su incapacidad”. Hay como un modelo Marina D'or para el verano de los pijos, que caben todos en la misma carpa, y hasta el rey Fahd parece que hacía tuning con sus palacios.

Agosto es una ponchera, es una centrifugadora ardiendo, es es un dios con agua a la cintura que nos divide en razas como en menús, igual que divide Andalucía como un culo. El verano de la sandía, de los pimientos fritos servidos con los pies, de toda la arena en la boca del currante; el verano pijo donde los caballos excitan a las damas de día y por la noche tocan barcarolas de Chopin o fanfarrias de Delalande, donde el dinero parece un gran astrolabio y se puede contratar un viento para uno solo. Todo esto es posible a la vez en Andalucía, que es lacaya, servilona, camarera, y tiene en su historia las divisiones ya hechas, las cercas bien puestas, la distancia entre escaleras como entre órbitas. Sotogrande, que en Cádiz es como una isla trasplantada, una piscina de Château d'Yquem en medio de la tierra del paro, hace su polo y lo anuncian como “el evento deportivo más exclusivo de España”, algo así como una flor de lis que nos traen, aunque habría que recordar que la flor de lis ha sido tanto símbolo de realeza como marca de criminales. Los pijos quieren ser exclusivos en sus eslóganes pero se copian unos a otros y los copian a ellos desde fuera. En otra cosa de pijos y caballos que hacen en mi pueblo, las carreras de Sanlúcar, a sus palcos, más que ricos presentes o pasados, llegan imitadores, sus albañiles y sus tenderos queriendo rozarse con los apellidos gloriosos del lugar, que es lo que resulta más ridículo.

Lo pijo representa la muerte de la elegancia, que es otra cosa que habría que buscar ya en los palacios de invierno de los zares muertos, antes que en el verano motonáutico, ecuestre y coctelero. Ahora hay un farde de horteras, contratistas, grifos de oro y pequineses con doncella, mezclado con la aristocracia decadente de siempre con el meñique levantado, una buena postura para criar telarañas. Más elegante que toda esta fauna me sigue pareciendo el árbitro del snooker, que es como Harold Lloyd cuando se quedaba quieto. Pero por aquí no los hay, y sólo veo una fila de venenciadores que siguen a los caballos y a la puesta de sol, que es el medallón infame que le ponen a todo un verano de roneo, paripé, dinero al taco y politos con los colores de la bandera de España en el cuello.

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