ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Turistas

 

Vienen los turistas a Andalucía abriéndole a España su pecho de mesetas con un coche y una suegra, vienen a que se los trague una autovía o a sufrir el atropello lento de un paso de palio como una camioneta de las lavanderías del Cielo, vienen con todo el cansancio de su barrio a rezarle a una playa como a una vela, a mirar el mar como una fuente grande y municipal, a buscar los cristos como a un jefe al que crucificaran entre todos los de la oficina. El santo descanso, el santo olvido de la vida en el barroquismo de la muerte, el consuelo de dejar el Metro para recrearse en ese otro fastidio de gente que es el pueblo saliendo a la calle como si fuera a coger el autobús viejo de la Salvación, viscoso de trasudor y sobaduras. Los turistas vienen a fichar en las vacaciones, a coger el moreno urgente del currante y a hacer fotos del safari del sur, la foto de una Virgen como una jirafa lánguida, de un nazareno alto y negro como un masai. Está toda Andalucía con su muerte sagrada, sus rosarios y sus conjuros, y llegan los turistas a ese museo despacioso que es la Semana Santa andaluza a olvidar la vida en el festejo de la muerte, a distraer su agonía en la otra agonía falsa de un dios agotado que representa de nuevo su muerte para todas sus viudas.

Buscar el descanso en un dios sufriente o en un dios esquiador, hacer el turismo quieto de procesión o el turismo andante de la naturaleza, escalando el cielo limpio de una sierra o buceando en las primeras aguas calientes del año por donde navega ese primer Cristo no evolucionado del mar que es un crustáceo. Turismo de naturaleza, lo llaman, pero la primera naturaleza del hombre es el estupor y la admiración ante la muerte. Por el norte son más de meter la muerte en una cueva o enterrarla en un caserío, pero aquí no podemos vivir sin sacarla a asustar a los chiquillos y a condecorar plazas, y el turista viene sobre todo a ver eso, que luego la playa y el parador son excusas para la morbidez de llegar a una tierra donde pasean esqueletos vestidos, flagelados felices y bellas madres apuñaladas, aquí donde mezclamos el amor con la barbarie, como escribió Baudelaire, y le ponemos a cada barriada su muerto o su agonizante, al que se le reza como para exorcizar nuestro propio miedo.

Meter a la muerte en la fiambrera, bailar la danza macabra de los crucificados como haciéndole un cumpleaños a su calavera futura, o a la nuestra; venir con la primera sombrilla a broncearse del sol negro y feliz de la muerte, dejar que el crío vaya metiendo un pie blanco y sincero en la orilla blanda de la muerte, bautizándolo sin sufrimiento, enseñándole un clavo como una caracola; esperar en una esquina el carricoche adornado de la muerte, el coro de llamas de la muerte haciendo un silencio de aire y suspiros; hacer un turismo de tumbas alegres por todo el campo de Andalucía, como jugar a descubrir momias fenicias y amigas. Planear unas vacaciones para aplaudir a la muerte y a sus carretones.

Vienen todos los turistas en caravana, y a lo mejor no saben que vienen sólo a adorar a la muerte en lo que tiene de tótem y de oferta inmejorable. Volverán luego a sus ciudades del norte exonerados de muerte, con esa limpieza de alma que dan los sacrificios, creyendo que han ido a la playa o a la nieve. Venir hacia todas las metáforas de la muerte con inocencia y bonobús, venir al sur, donde se agasaja a la muerte como el África de la humanidad, y luego contarle al vecino que bajaron en Semana Santa a Andalucía y que estaba todo muy bonito y que hay que ver cómo mecen esos pasos y lo bueno que hacía y no veas el hotel, oyes. Volverán vacunados de muerte. De eso se trata, naturalmente.

 

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