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Los
días persiguiéndose |
27 de octubre de 2005 Conservatorios Cuando entré en el conservatorio creía que aquello iba a ser como Montmartre o como Fama, con cuartetos en los pasillos, con bailarinas en el lavabo. Pero lo que había era más bien una tristeza de mala fontanería y unos pianos que parecían ruecas. Llegaba la Logse, yo era ya muy mayor y mi violín era muy barato, y lo recuerdo todo como en un ambiente de mudanza, desfondamientos, muebles arrastrados y saxofones heredados de un payaso. Había clases separadas por una mampara a las que uno entraba como a la sala de radiología de un ambulatorio, donde se presienten y se cruzan con vergüenza y frío todas las desnudeces. Allí, los asesinatos que cometíamos con el violín los principiantes solían ahogarse en algún cataclismo que provocaba, al otro lado, una trompeta como un ejército. Tocábamos sin sitio, tocábamos huyendo, tocábamos alrededor de un cajón o de un perchero, practicábamos ya como para ser músicos en el metro. Faltaban siempre un atril, un enchufe, un profesor, una losa. Estuve tres años en dos conservatorios, y en el de la capital había más escaleras que en el de mi pueblo pero la misma provisionalidad, las mismas pequeñeces y la misma pena. Los rudimentos que aprendí en ese tiempo, hasta que la edad me llamó a sus obligaciones, me sirvieron para amar y para compadecer más a la música, que aquí es un saltimbanquismo. A mi violín lo enterré como a un gato. Los conservatorios me siguen pareciendo lavaderos. En la educación mala, canalla y pobre que sufrimos, la enseñanza musical es una cíngara. Los políticos la han convertido en un carromato lateral al sistema, con la vergüenza de sus cubos colgados por fuera y el dinero justo para comprar una braga y una cuerda de guitarra. Los profesores precarios, el material que está podrido o está esperándose, todo lo que le falta como a una bombilla pelada, más el trastero en que la han colocado, algo así como una FP de melancólicos. Hace poco firmé un manifiesto por la mejora de la enseñanza superior de la música (pueden hacer ustedes lo mismo en www.almudenacano.com) que era como un himno por la mera dignidad. Chaves sacó en el comienzo del curso a un niño con piano, pero en los conservatorios los pianos hay que desenterrarlos como anclas y los pianistas practican más que nada en los mostradores. Los políticos están para otra cosa y sólo miran hacia la líquida poesía de lo musical si les sirve para el autobombo o les suspenden a la niña, como en este caso que me cuentan desde La Línea: Dos alumnas de piano suspenden en la última convocatoria, pues por lo visto tocan con los pies, y reclaman al conservatorio, que desestima el recurso porque con los pies no suena nada bien el piano, por mucho que hayan llamado el director del conservatorio de Cádiz, el jefe de estudios del de San Fernando y el inspector de zona para decir que una “es hija de compañeros”. Ante un nuevo recurso a la Delegación de Educación, ésta forma una comisión en la que están... ¡esos tres que llamaron pidiendo pasar la mano!, y las aprueban. Me dicen los profesores, indignados, que una es hija de José Fuentes, aquel alcalde de Tarifa. La otra, una amiga. El próximo año, quizá Chaves las lleve a tocar el piano para su propaganda, en playback, claro. Matando a mi violín, creo que le evité muchos sufrimientos. Los conservatorios no son Montmartre, pero dan buhardillas, sordinas bajo la lluvia y lánguidos menesterosos o suicidas. Son como aprender la música en su hambre. A veces, los echo de menos. |