|
Los
días persiguiéndose |
3 de noviembre de 2005 El tamaño Hoy me asaltan el estupor y las contradicciones de lo que yo llamaría el problema del tamaño de las leyes, algo así como su acromegalia con bracitos cortos o su enanismo con pies grandes. El tamaño de una ley puede ocupar todo un país como una umbra lunar y entonces parece que regulará la vida en comunidad del zodíaco entero, pero suele quedarse en bastante menos. Ahora se va a reformar la Constitución para que España sea la herencia de una niña, y uno cree que es mucho movimiento de libros para hacerle una casa de muñecas. Ahora el Estatut, que era el bocado que había empezado a comerse al país por una esquina, se deshuesará en el Congreso y se quedará en reglamento de bádminton para que los catalanes tengan camiseta propia. Con el Estatuto andaluz pasará que se levantará otro monumento a los aceituneros y se pondrá un nombre nuevo a cada una de nuestras viejas melancolías, pero seguiremos siendo pobres y seguirá la casta de los mismos políticos como la de unos faraones. El tamaño y el ruido de las leyes quizá son inversamente proporcionales a su utilidad. Manda la intención de hacer teologías políticas y metasistemas universales, que dan para mucha distracción, mientras que la ley pequeña que llega al ciudadano, a sus problemas, es sólo la última frase resfriada e incapaz, algo así como el moquito de todo este monstruo. En la Utopía de Tomás Moro, donde el humanismo ingenuo cree uno que sin embargo dejó espacio para la ironía o hasta para alguna pequeña maldad, siempre me llamó la atención que gran parte de la felicidad de los utópicos se debiera a tener pocas leyes. “Lo que primeramente critican en los demás pueblos es el volumen de leyes e interpretaciones que, aun siendo innumerables, nunca son suficientes”, dice sabiamente. En vez de tantas leyes “más numerosas de lo que es posible leer y más obscuras de lo que cualquiera puede comprender”, en Utopía “las leyes son poquísimas y cuanto más simple es su interpretación pasa por ser tanto más equitativa”. También prescinden de abogados, “que defienden astutamente las causas y disputan sutilmente sobre las leyes” y “evítanse así muchos ambages y es más fácil dilucidar la verdad”. Delicioso hasta la maldad. Pocas leyes y magistrados como padres. Delicioso e imposible. Estas leyes, contiendas, fatigas, todas voluminosas como torres, que nos abruman desde los púlpitos políticos y mediáticos, que nos asustan en el desayuno como si viniera el gigante de ese anuncio de verduras, no son las que llegan a nuestra puerta a hacernos la vida más fácil y más justa. No, las que llegan incluso nos la suelen complicar. Como ejemplo, el caso de Jun. Parece que no existió desalojo de vecinos por la fuerza, pero si así hubiera sido, igualmente hubiesen pasado días, varios despertares de ujieres y jueces, borradores mecanografiados, sellos por triplicado, para terminar con la Guardia Civil entregando una citación al invasor como una invitación de cumpleaños. Hay que menear todas las leyes como en una mudanza para que una niña sea reina, hay que convocar concilios sobre el significado de nación para que se motiven los equipos de hockey. Pero el ciudadano ante la injusticia cercana, inmediata, espera colas, traducciones, valijas, desdenes. El tamaño desajustado de las leyes nos deja un cuadro velazqueño con enanos y goliats. Y yo vuelvo a la inocencia o a la osadía de Tomás Moro, que supo matar finamente a los abogados y a los políticos. |