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Los
días persiguiéndose |
29 de diciembre de 2005 Defensores Me imagino una correspondencia entre solitarios, como esas cartas que algunos escriben a Dios o a las emisoras de radio. De un solitario desdichado a otro solitario sin poder apenas, con vocación de lector, viejo de las nieves que colecciona pacientemente las penas del mundo. Los varios defensores del pueblo, su oficio como navideño, su sitio en una cabaña y una tarea de abrir una saca tras otra con la colada de los desencantados, con los recibos de los engañados, con esa caligrafía de guerra o de enamorado que usan los vencidos. Los trajeron aquí como moda europea, y no sé si remiten a aquellos tribunos de la plebe romanos, pero ya devenidos en tristes y en filatélicos; no sé si son particularizar todo el fracaso de nuestro sistema en una estatua de pensador o de tenedor de libros que se terminó volviendo melancólico e hipersensible por el paisaje y los estancos, como aquel Bernardo Soares pessoiano. Son el único franciscanismo que permite el poder, son el elemento Yin de las administraciones, pero no sé si sirven para algo, si firman postales, si salvan ahogados, si curan gorriones o cantan desgracias o desasosiegos. Quizá sólo han puesto a unos héroes sin brazos para dar fe de la injusticia, quizá se han limitado a subir a una buhardilla con quinqué la última esperanza del ciudadano. Ahora quieren multiplicarlos por los pueblos, pero no creo que haya suficientes sabios, ayunantes, barbudos o santos. La institución del defensor del pueblo es en sí asumir una derrota por anticipado. Significa tener que acudir a un padre último y tierno porque la justicia no sirve, significa que se presuponen el abuso del Estado, el pisoteo de la burocracia y el ciudadano desnudo. Es una derrota y es una contradicción, algo así como terminar confiando la defensa definitiva del pueblo en democracia a una orden de caballería. Toda la retórica de la democracia, santificada como broche de la Historia, queda abolida cuando hay que buscar un templario, un guardián, un señor bueno, mañanero y casto que vele por nosotros como por una huerfanita. Dos de cada tres recomendaciones del Defensor del Pueblo español son aceptadas por las Administraciones Públicas, afirman, pero no sabemos si esto es un éxito o es una pena. Tampoco sabemos si creernos estas estadísticas cuando en Andalucía José Chamizo, ese hombre apagado que tiene algo de náufrago y algo de profeta al que le ignoran los diluvios, se ha manifestado tantas veces impotente o frustrado. Padrecitos con secretaria, héroes cojos, carteros en palacio, copistas con vela, honestos remendones, los funcionarios más budistas y los burócratas con más saudade. Algo de todo esto se pretende que tengan los defensores del pueblo, el fallo de la democracia instituido como arciprestazgo bienhechor, a falta de otra cosa. Ahora llegan los defensores locales, pero, como digo, no hay suficientes monjes guerreros para cubrir todos los municipios. Si esto del ombudsman, el defensor del pueblo o del ciudadano, me parece un añadido artúrico a una democracia incapaz de funcionar con justicia, en la pequeñez de los ayuntamientos puede ser otro sueldo agradecido, otra redundancia u otro peligro más. Una institución que es la condecoración bienintencionada de un fracaso, pero ahora con la sospecha de estar rozándose con lo más bajo de la política. Preferiría que no hiciera falta confiarse a alguien elegido por ser o parecer buena gente. No quisiera tener defensores, sino derechos. |