Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

4 de enero de 2006

Año Mozart

No había llegado aún el tiempo del artista como héroe universal, concepto que trajo el Romanticismo, y a Mozart, el genio, lo expulsó a puntapiés de la sala de audiencias un tal conde Arco, “gran maestro cocinero”, cuando solicitó que se le exonerase del servicio al arzobispo Colloredo. La música era entonces una tarea inferior a la cocina, un acompañamiento de los postres, una cuna de la digestión. En realidad, quizá la relación entre arte y poder no ha cambiado tanto, y los que manejan institucionalmente la cultura hoy en día no tendrían dificultad en ponerse a la altura de aquel conde Arco. En el padre de Mozart, Leopold, la preocupación de que su hijo desagradara al poder y a los gustos de la clase alta siempre estuvo presente. “Prototipo de súbdito”, llama Wolfgang Hildesheimer a Leopold Mozart. Todavía los hay así por aquí, en Andalucía los vemos mucho.

Pero la música de Mozart sobrevivió a sus patronos, que ahora nos parecen tenderos, no tuvo que esperar a ser redescubierto como Mendelssohn hizo con Bach. Aún más, su figura fue moldeada, idealizada, heroizada, creando en el imaginario alemán y universal dos actitudes diferentes o complementarias. Por un lado, el horror o la perplejidad de que el Mozart “hombre” no llegara a la altura del Mozart “músico”: “Nos decepciona tener que admitir que W. A. Mozart fue claramente lo contrario a la versatilidad de Goethe. Si Wagner es inferior a Mozart en el plano estrictamente musical, (...) sin embargo lo supera indudablemente como hombre”, se lamenta Arthur Schurig. Por el otro, la adoración casi religiosa: el editor Nikolaus Simrock se quitaba el sombrero cuando alguien nombraba a Mozart, pero Kierkegaard quería fundar una secta que venerase exclusivamente al genio de Salzburgo. Hildesheimer imagina divertido la reacción de Mozart apareciéndose hoy “en sus dominios”, viendo su música interpretada en “ceremonias estatales, festividades protocolarias, duelos públicos”; Mozart, a quien “la insulsez, la presunción pomposa de sus representantes, han inspirado con bastante frecuencia”; Mozart, que se retrataba a sí mismo como “el simplote”, “el torpe”, que se burlaba de los convencionalismos cortesanos llamándose “Ritter von Sauschwanz” (Caballero cola de cerdo); Mozart contemplando el comienzo de todo un Año dedicado a él, viendo su cara en carteles y cajas de bombones, qué diría...

Mozart, pequeñito, feucho, soez (les recomiendo “Leck mir den Arsch fein recht schön sauber”, K. 382d, algo así como “Lámeme el trasero con esmero”) y, sí, capaz de una música milagrosa. Haydn le llegó a confesar a Leopold “ante Dios” que su hijo era el más grande compositor que había conocido. Para el catálogo de las históricas meteduras de pata quedará aquello de Ernest Newman afirmando que su música no era más que “los balbuceos de un niño prodigio”. Ahora, esa música inconmensurable, eterna, nos tocará verla vulgarizada y aprovechada por instituciones, políticos y kioscos, y puede que hasta reconvertida en chillout. Ni Salieri lo asesinó, ni tras su ataúd fue sólo un perro, ni la muerte lo sorprendió en el séptimo compás del Lacrimosa, ni el Réquiem fue el oscuro encargo de un fantasma sino del conde Walsegg-Stuppach, que pretendía hacerlo pasar por suyo. Pero nos lo malvenderán a él y a su leyenda. Ahora, mientras escribo, he puesto la última obra que terminó, la cantata masónica “Eine kleine Freimaurer-Kantate”. No le haré más homenajes, ni encenderé velas. Solamente lo de todos los años, un amago de tristeza que me gusta dedicarle el 5 de diciembre, el día en que murió. Pero ese día ya pasó y el Año Mozart se me aparece como la inauguración de una chocolatería.

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