Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

6 de enero de 2006

Los poderosos

Creo que lo dijo Séneca, o quizá algún otro que se mató de lucidez: “El hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo”. Es una frase que queda bien cuando se pronuncia con puñal o con áspid, en el teatro o en la bañera, que es donde han terminado tantos filósofos, tantos sabios y tantos tristes. Pero luego el mundo pone sus definiciones feas y sus propias escaleras bien atornilladas, y el verso se queda en verso, el sabio se queda en pastor y el poderoso suele ser alguien que terminó a caballo. El poder como libertad individual, que es esto de Séneca; la voluntad de poder como vitalismo o incluso como arte (Nietzsche); el poder como acción política, como choque y movimiento de sujetos individuales o colectivos (aquí caben Maquiavelo, Hobbes o Marx)... El poder, en fin, se puede ver como espiritualidad, como materialismo, como enemigo, como motor que pesa o como arquitectura de la sociedad. Y es que, después de todo, lo que llamamos poder es sólo la perspectiva que tenemos de lo importante como de nuestra guapura o de nuestros pies, y cuando se habla de los poderosos o nos sacan sus escalafones, como ha hecho este periódico, lo que se está haciendo es poner en pirámide más unos valores que unas caras. Más importante que la lista de los poderosos es lo que consideramos poder, porque es lo que nos está diciendo lo que somos. Es la vieja pregunta y la vieja tarea del hombre, aunque yo diría que no es tanto saber quiénes somos como decidir quiénes queremos ser.

He visto en estas páginas los nombres del poder formando una pinacoteca, y me he dado cuenta de que cualquier lista así es un autorretrato. Ahí está España como la pintura de corte en que la imaginamos. Por eso la encabezan políticos, banqueros, comerciantes de telas, carreristas, jefes mediáticos. No ve uno como casual o como mero eufemismo que el titular hiciera referencia a los “españoles más influyentes”, porque en la elección de ese adjetivo, “influyente”, está todo el corazón conceptual de este ranking. Significa que el poder se concibe como la capacidad para influir en los otros, para modelar, cambiar, dirigir, precisamente a los que no tienen poder, considerados como una especie de masa o plancton. Esto enlaza con la idea de Michel Foucault de que el poder sólo existe “puesto en acción”, y también nos recuerda que la pregunta que se debe hacer sobre el poder no es “de qué”, sino “para qué”. Sí, las grandes preguntas: qué somos y con qué objetivo. Pero ahí están, los primeros, los políticos, el mortero para todo lo demás, unas personas usualmente mediocres, ambiciosas y manipuladoras, casta que ha degenerado en corrupta por inacción de una sociedad civil que, como no me canso de repetir, acusa la “demasía delegativa” (Vargas-Machuca) además del inevitable “miedo a la libertad” (Erich Fromm). Después de los políticos, a su barlovento, el poder económico, pensando en el engorde. Luego, el mediático, con la misión de convencer a los ciudadanos, según toque, de su felicidad o infelicidad; y ya, todos los demás que mueven audiencias, publicidad, forofismo, los gladiadores del pueblo, los vendedores de camisetas, los grandes distraedores.

Ahí está lo que somos, ahí están nuestros valores. El poder que reparte el dinero o que es el propio dinero, el poder que empuja o engatusa o divierte a la plebe. Ahí está nuestra escalinata, nuestra galería, nuestro modelo. Justicia, libertad, espíritu crítico, inconformismo, rebeldía, esperanza o pesimismo (hoy soy yo el pesimista), eso ya lo tendrá que ir poniendo cada uno en el mundo porque ya ven que lo que nos manda y lo que nos mide tiene poco que ver con eso. Seguramente no ocurrió, pero siempre me gustó aquel cuento de Diógenes de Sinope y Alejandro Magno. Y también ese Séneca que se mató engañado o sabio, creyendo que el verdadero poder era la libertad.

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