Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

26 de enero de 2006

Mi estatuto

Esto de que el Estatut venga con las rebajas me ha animado y he salido yo también a comprarme uno. Me he traído un estatuto monísimo y también un artículo a lo Carmen Rigalt que hacía juego. Mi estatuto tiene ojitos de caniche y habla en el idioma de los Furbies (los que bregan con hijos o sobrinitos me entenderán). Mi estatuto come monedas de chocolate y se sube a las estanterías como un gato bilingüe, responde a mis silbidos sólo cuando quiere, se habla con otras pelusas de la casa y ha empezado un agujero en el sofá como una prospección hacia botones egipcios. A veces se queda muy quieto y parece que está escuchando a alguna madre o terremoto lejanos. Tiene horas de morriña, tiene vahídos de actricilla, tiene ataques de platonismo y me trae en la boca un diálogo igual que un limón o que Sócrates por una pierna. Le he puesto un cojincito moruno, una vela como a Blas Infante, un papel para recortar, un botijo con anís, una hucha de vaquita, pero sobre todo le gustan los cajones, mira y duerme en los cajones, participa de alguna hermandad con las toallas y los acericos. Cuando se levanta sobre sus patitas traseras parece Napoleón en un poyete, y yo creo que este estatuto mío tiene pedigrí, aristocracia o escaño, y le falta caballo o atril, tintero o monóculo. Le voy a pedir que me haga un día el artículo, que lo mismo mi estatuto sale azañista o puede que hasta orteguiano, que algo de solemnidad ya se le nota cuando pone caritas frente a la máquina de coser de mi abuela, que es como un palco de cortes.

Mi estatuto anda por la casa como por debajo de un piano, hace nidos en las enciclopedias, enciende las luces por la noche, atiende a la televisión y a la lavadora, espía a los vecinos como para comerse sus pasteles enfriándose. Yo lo veo un poco gordo pero creo que es su constitución, su naturaleza, no es gordo como un delfín gordo, sino más bien como un bebé oso o una cantante de ópera. Un día se quedará atascado en la tetera, donde también se mete y entonces parece que lleva gorro chino. Es más inquieto que travieso, es más explorador que saltimbanqui, muerde por descubrir sabores y no por dejarte sin calcetines, que yo creo que no sabe que la gente usa los calcetines, sino que piensa son algo que crece en las cestas como coles de varios colores. Mi estatuto bebe de los grifos, mi estatuto se peina con la cuchara, quizá haya que domesticarlo todavía un poco, pero creo que conseguiremos que haga puzzles de Manhattan con la familia y que atienda el teléfono, porque se le ve listo y ya en pocos días va por la tabla del seis. Mi señora se queja un poco porque revuelve los deuvedés, abre las galletas y desperdicia champú, pero yo le digo que un estatuto bien educado en una casa adorna más que un jarrón, más que una piscina y más que la termomix. A ver cuántos pueden decir que tienen un estatuto con sus papeles, y más si sabe idiomas y cuenta cuentos y enciende la chimenea.

Mi estatuto, a veces me quedo mirándolo como si él solo fuera una pelea de tigres. Me gustan sus orejitas que parecen zapatillas, me gusta cómo se le llena el hocico de merengue y rasca los azulejos como buscando por allí su coquetería. A lo mejor no sirve para nada y es verdad que tiene sus humores y sus destrozos. Pero es mi estatuto y creo que lo quiero.

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