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Los días
persiguiéndose |
2 de noviembre de 2006 Día de los muertos En el día de los muertos, las almas chocan como nueces y los políticos parecen celadores. La muerte se come, la política se hace radiografías y el cielo acompaña poniendo una luz de tierra sobre los ojos. Algo de féretro y algo de cicatriz tienen las urnas de la democracia el día en que flores de cera y lejía salen del pecho de los muertos como de blancas tomateras. Cataluña vota por detrás de velos y carrozas, en Andalucía el Estatuto de unos embalsamadores es sacado ahora en hombros hasta por los que siempre lo vieron inútil y cadáver, y mientras, las campanas meten a los pueblos en tinajas y los perros le ladran a la muerte como al ditero. La muerte entrando en política, la política entrando en la muerte. Hay una escalera por la que suben las dos el día en que los cementerios se vuelven jarrones transparentes. Antes de que llegara el consenso del Estatuto, antes de que los políticos se besaran como murciélagos, estuvieron atrancados o peleados por la muerte, la muerte “digna” que llaman, y que quizá sólo es una muerte sin dios, una muerte lúcida, una muerte que se ve las manos, pero que dicen los chamanes que es pecado de soberbia, de cobardía o de prisa. Hay quien piensa que la muerte tiene que pasar por todas sus podredumbres, que es con lo que hacen sus banquetes los dioses que siempre han engordado con el sufrimiento humano. Lo de “muerte digna” es un nombre mal elegido porque algunos siguen insistiendo en que la dignidad del hombre está precisamente en sufrir y aguantarse, que es lo que otorga argumento a todas las bienaventuranzas bíblicas. Poniendo como mandamiento la resignación se ha contenido al pobre en su pobreza y al avasallado en su injusticia, y esto sólo es una manera de hacer teológico el orden social que gusta a los brujos y a los banqueros de la tribu. Los dioses, dueños de la vida, relojeros de la muerte, mandan el hambre o la enfermedad disfrazando de pruebas su arbitrariedad, y nos ofrecen, a cambio, un inverosímil premio futuro por la crudísima esclavitud presente. Pero lo cobarde no es tirar la vida de uno al cenicero, una mañana de lucidez y de hastío como diría seguramente Cioran, sino acurrucarse en ese “Dios así lo quiere”, obsceno, claudicante, cruel, carcelero. Los políticos, progres o beatones, medían en su máquina de palabras la muerte “digna”, mientras en Granada Inmaculada Echevarría vive sólo por los ojos, paloma atada a su existencia, larga parrillada de su sufrimiento. Si no somos dueños de nuestra vida, no somos dueños de nada. Por eso, no se trata de la muerte por dignidad, sino por libertad. La de disponer de ese saco que somos, la de declararnos propietarios de nosotros, contra los que nos arriendan el ser como una escafandra. De esta libertad nadie sino uno mismo puede ser juez. Ni los dioses ahítos de sangre, ni sus ayudantes de sandalias salpicadas, ni los políticos que trafican con conceptos sin pincharse. La libertad de la muerte forma parte de la libertad de la vida. Lo contrario es esclavitud y es sadismo. En el día de los muertos, cuando salen a jugar al sol con las ardillas, los políticos hacen sus domingos y los prelados atienden a las calabazas extranjeras, pero no a la muerte dulce de los cansados. La paz de la muerte intenta trepar sin dedos los muros y los cipreses. El hombre la ahogará otra vez con paletadas de arena y miedo. |