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Los días
persiguiéndose |
8 de diciembre de 2006 Indultos Si en este bendito país de zorrones, vivos y fulleros, con los dineros en pellejos y los tratos bajo los capotes, se llegó a indultar dos veces a Jesús Gil, aquel Poseidón de oro sucio, nada puede sorprendernos ya. A Gil, el primero que lo sacó de la cárcel fue Franco, dos años después de que el techo de un restaurante que construyó en la urbanización Los Ángeles de San Rafael se viniera abajo y matara a 58 personas. El otro que le pasó la mano fue Felipe González, el que bailaba tangos de guapo con la rosa en la boca. Corría el año 1994, el felipismo ya olía a corrupción y a cuarto de vieja, y fue el ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch, el que llevó la propuesta con su cara de mayordomo. Dicen que Gil todavía tenía amigos en el Gabinete (el ministro Javier Gómez Navarro, por ejemplo), el PSOE seguía contando con su volumen de facha ecuestre para quitarle votos al PP y, además, el alcalde de Marbella podía pringar, entre otros, al consejero de la Junta Jaime Montaner. Quid pro quo, reinó el silencio de los canallas. Gil salió al sol de sus solares, con sus estafas borradas vaticanamente, y la mierda de Marbella, contra la que luego el PSOE andaluz diría tantas veces que luchó, crecería macerada e imparable hasta que los jueces con cojones, aunque con Gil ya muerto como un gran pescado, nos han destapado hace nada la poceta. Así se administra aquí la gracia, así ganan como siempre los gordos. Para conseguir el indulto, los robagallinas, los que mangaron un radiocasé o un bollo antes de ser padres de familia, tienen que montar un campamento o esperar que un Cristo movido con cuerdas les señale el turno igual que el barbero. Pero la Ley está llena de escaleras y puertas falsas, y ya sea con abogados, de los que Tomás Moro quería prescindir en su Utopía porque “defienden astutamente las causas y disputan sutilmente sobre las leyes”, o con colegas cerca de los pelucones de los tribunales o de los partidos, el que conoce los caminos, los barqueros, los precios y las palabras de paso sabe que eso de la balanza ciega de la Justicia es otra cosa del horóscopo, ahí perdida junto a diosas con lechera. De todas las mentiras bíblicas de esta Democracia, la de la igualdad es la primera y hace mucho que sabemos que los ciudadanos son de diferente paño según el dinero que tengan y los salones que frecuenten. Por eso uno ya no se asusta, aunque proteste, y ahora que la Constitución cumple años otra vez como una madre encamada, no está de más recordar que el sistema no ha acabado con los dueños, los privilegiados y los atajistas, sino que más bien los sigue abrigando y rescatando. Cristóbal Fernández, ex alcalde de Carboneras, ha sido el último en sentir esa mano anillada tocándole el hombro. Los seis meses de inhabilitación a los que le había condenado el Supremo por coaccionar a un conserje para que lo votara han desaparecido una vez que las ruedas del sistema han pasado por sus más altas alfombras. El Gobierno, que mide con dedales los pecados de los suyos, ha derramado su gracia como vino. Un político intimidando o comprando a los votantes les parece un delito “menor” y el indulto llegó rápido en su corceles, a tiempo para las próximas elecciones. Entre el poder y la Justicia viajan valijas podridas y ya uno no cree que pueda quedar nada limpio aquí, donde vemos una y otra vez que los corruptos regresan a la virginidad, los estafadores sonríen en los ayuntamientos y los políticos cuidan todo ese jardín como un termitero. Gil y tantos otros crecieron así. El indulto o la vista gorda, maneras de quedarse sentados mientras la Democracia se va al garete, que es cuando mejor les funcionan los negocios. |