El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

9 de diciembre de 2006

Navidad, luz

LOS DÍAS PERSIGUIÉNDOSE • LUIS MIGUEL FUENTES

La Navidad empieza a caer de lo alto, de la luna confitada, de los árboles con sombrero, y hasta nieva en Lepe, aturronando el pueblo, congelando las plazas como peceras con paisaje dentro. La Navidad es un calcetín de los niños, más que el cumpleaños de los dioses. Son los niños los que juegan con los planetas como con nueces y todas las deidades caben entre sus dedos. El clima de ese lugar de la infancia, con los animales cantores, con las frutas encendidas, con la magia en los zapatos, con el frío como un pequeña ardilla, eso es la Navidad. Se puede meter el carro del Sol, se puede meter el árbol adornado que quiere llamar de nuevo al espíritu vivo de la Naturaleza, se puede meter el nacimiento de Jesús, pero la Navidad será siempre el bolsillo donde están los caramelos, y esa Navidad sentimental uno la ve superior a la religiosa o a la antropológica. El cristianismo se apropió de los mitos solares, convirtió el solsticio de invierno en el alumbramiento de un Dios que luego viajará a los infiernos y renacerá, como hace nuestra estrella, el primero de los dioses. El sol caído y elevado en el horizonte, Osiris despedazado y recompuesto, Jesús crucificado y resucitado, son lo mismo. El portal de Belén no es más que la cueva del toro de Mitra y hasta nos queda aún el buey. El cristianismo es un complicado sincretismo de viejas ideas y mitos de los bosques. Su comienzo, que no fue el de una religión de masas, sino el de una vía iniciática, entendía como no podía ser de otra manera los antiguos misterios y el simbolismo primigenio de la muerte y el renacimiento. Luego acabaron con los gnósticos, el cristianismo se hizo imperio y dogma y la Navidad quedó en una merienda de pastores. Pero todo esto, aun siendo así, no importa. La Navidad hila la niñez con sus mañanas, pone pequeñas caracolas en el calendario, es el primer misterio encontrado en el ropero. Y queda todavía, junto al sabor a chocolate del mundo, ese símbolo de luz cuando todo parece querer esconderse en su cueva.

A mí me gustaban las Navidades del colegio, con los cristales adornados como de azúcar y la clase convertida en carroza. Aquello no me parecía ni cristiano ni no cristiano, sino algo más, una celebración de la alegría caída de repente, una alegría que ahora pienso que igual podría ser druida o mitraísta. Para los niños no hay diferencia entre la religión y los duendes y yo no hubiese querido quedarme sin Navidad en el colegio. Ahora, cuando uno de Zaragoza ha prescindido de ella, me sorprendo imaginando con desagrado las clases como fregaderos y los niños un poco huérfanos de hadas. Será, como dice Michel Onfray, que la episteme cristiana está tan arraigada en nuestra sociedad que hasta los ateos masonazos como yo no podemos evitar ese ataque de feísmo al pensar en un diciembre apagado. O será que creo que la laicidad es otra cosa más seria y más importante que esconder los dulces y quitarles la melena de rizos a las estrellas. O quizá es que, acostumbrado al laicismo de boquilla de nuestros prebostes andaluces, todo eso me suena a zambombada hipócrita como las de ellos. Recuerdo un demoledor episodio de la irreverente serie South Park en la que se ridiculizaba esa actitud tan políticamente correcta, ese aparente respeto por la diversidad religiosa que en realidad sólo escondía prejuicios y fanatismos mucho más dañinos que los villancicos. Y me doy cuenta de quiero ver las luces, imaginar cabañas, sentir el frío como campanillas. Unos verán a Jesús en las tortas y yo celebraré el solsticio por sentirme pagano. Pero diciembre será otra vez el cajón de la infancia y la resurrección de la vida, con las estrellas peinándose y las chimeneas poniéndole túnicas al cielo.



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