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Los días
persiguiéndose |
14 de diciembre de 2006 Cuentos Los primeros cuentos no fueron los de princesas con rueca y peine, ni los de caballeros con besos de manzana. Los primeros cuentos ocurrían en el cielo, donde el sexo y la herrería de los dioses formaban el mundo. Las diosas con el vientre estrellado, los dioses con un rayo o un caduceo como falo, copiaban nuestra lujuria, nuestra ira, nuestra vanidad, y su vida era otro campamento humano. En un cuento bastante famoso en nuestra cultura, el primer machista creó a la mujer de una costilla del varón y le enredó enseguida serpientes en el pecho, dándole al Diablo casa y comida. Antes que las calabazas para casarse, antes que los torreones para trenzas, antes que las zapaterías mágicas, el primero de todos los cuentos, que algunos llaman todavía religión, ya le asignó a la mujer el cántaro del pecado y el rincón de la cama y la cuchara. Somos tan viejos como nuestros mitos, como nuestra estupidez, como nuestros errores. Hemos sido crueles y machistas y eso ha quedado en los credos, en los cuadros, en la literatura y en la historia. Pero para mirar sin asco hacia atrás, para hacer guapa y políticamente correcta la aventura de la raza humana, tendríamos que demoler toda la civilización. No merece la pena, sólo por contentar a unos burócratas. Desconfío siempre de todos lo que quieren hacer fogatas o remiendos con los viejos papeles del mundo, que están ahí para dar fe de cómo hemos sido, qué hemos pensado, en qué hemos fallado. Y para eso hace falta que queden Dagón y Cristo, Gilgamesh y La regenta, Platón y Russell, César y Pinochet, Moisés y Clara Campoamor. Y hasta Caperucita Roja. Natividad Redondo, coordinadora del Instituto Andaluz de la Mujer, ha propuesto nada menos que “reelaborar los cuentos y adaptarlos a los roles que desempeñan hoy las mujeres”. Supongo que Blancanieves iría a la mina y Cenicienta sería Ally McBeal. Y digo yo que eso supondría sólo un primer paso, porque aún quedaría el resto de la literatura universal por extirpar de sexismo y misoginia. Por ejemplo, podrían empezar por El Quijote que tanto han pregonado últimamente, pues dice el hidalgo que “ésa es natural condición de mujeres, desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece”. Por supuesto, tampoco se podría escapar Shakespeare, ya que Otelo, obra sexista y racista donde las haya, no se merece menos que La cenicienta. Los textos de otros probados misóginos como Aristóteles, Nietzsche, Schopenhauer, Molière, Balzac, Wilde o Quevedo deberían también ser “reelaborados” o prohibidos, sin duda. Así, no quedarían malos modelos para esta juventud deshilvanada, aunque seguramente, a la vez, nos habríamos vuelto idiotas. A la mujer la han hecho madre de dioses si exhibía sus virtudes granjeras de pureza, fertilidad y docilidad, y bruja si osaba reivindicar la inteligencia y la libertad. La historia la ha sometido y silenciado y hay un cruel martirologio que engloba desde Hipatia hasta la última víctima de la violencia sexista. La conquista de su igualdad es la de la dignidad de la propia especie humana. Algunos, sin embargo, parecen empeñados en sostener esa lucha desde la más analfabeta estupidez. La revisión de los cuentos con espejos y ranitas, la purificación de viejos libros o la abolición de los anuncios de colonia copan ahora los objetivos de las nuevas heroínas. Ojalá educar en igualdad fuera tan fácil como mandar escribir que las doncellas cabalgan con espada. |