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Los días
persiguiéndose |
20 de diciembre de 2006 Desayuno con diamantes Quizá para salvar Manhattan de alguna gran ola, quizá para completar el puzzle fluorescente de su cuarto, nuestro presidente Chaves se ha ido a Nueva York, la capital del mundo, donde los ángeles trabajan de limpiacristales y viven todos los coches de bomberos. Nueva York es una ciudad sentimental y el que no se ve allí Sinatra, se ve Spiderman. La metrópoli edificada sobre hachas de indios, cocodrilos albinos, emigrantes congelados y basura del Hudson es la bella Babilonia del dinero y del arte, pero sobre todo es eso, una ciudad sentimental donde ha ido ocurriendo la vida de varias generaciones que ni siquiera han estado allí, pero que han hecho suyos sus antiguos gorilas, sus camareras, su nieve en las orejas, sus rascacielos que parecen apilados por bibliotecarias y esa luz tan propia que es un azul a medio camino entre la luna y un sombrero caído al agua por la noche, aunque esto parezca casi una canción de Christopher Cross. A Nueva York se va siempre a reencontrarse con un fotograma, una melodía o una patinadora, es lo que tiene esta ciudad que es una gran gramola, y por eso yo estoy por decir que el viaje de Chaves no ha sido político, ni económico, ni turístico, sino que ha sido sentimental y cinematográfico: Me parece que lo que quería nuestro presidente era desayunar frente a Tiffany's, en la Quinta con la 57. La película Desayuno con diamantes perdió en el cine la fuerza del verbo de Truman Capote, pero ganó la cara de jaboncito de Audrey Hepburn y la partitura de Henry Mancini, que hizo una música para ser tocada por enamorados abandonados o gatos con frío (o quizá al revés). Es verdad que Chaves no tiene la carita de Audrey Hepburn, pero sí mucho de su historia en esta película que va de fiestas tristes y de esperanzas lánguidas. La joven Holly Golightly llegó del campo a la Gran Manzana y vivía de pedir para el tocador a los ricos con los que salía, al fin y al cabo una forma de prostitución aunque en el cine no enseñara más que su cuello como un cáliz. Curiosamente, Chaves también viene de una tierra pobre y legumbrona, nuestra Andalucía, y se va a las grandes ciudades y despachos de la UE a pedir fondos, subvenciones y propinas. Como en la película, es una manera falsa de tocar la riqueza sólo con la pluma del sombrero, sólo con un guante o sólo en un guateque. Luego, tras las noches decadentes, con soledad y con culpa, el desayuno frente al escaparate de Tiffany's le servía a la chica para soñar su futuro o para engañarse con que tenía un futuro, pues los diamantes engañan como los gatos, de los que hay tantos en esta película como anillos. Y sí, Chaves también mira joyas por detrás de cristales, soñándose dentro, y eso es lo que son para él estos eventos, internacionalidades, viajecitos de relumbrón, esto que realiza tan a menudo últimamente, una manera de quitarse la tristeza del pobre y del que amanece solo como un taxista. Ni la Alianza de Civilizaciones necesita a Chaves de ideólogo, de speaker o de tramoyista, ni la música de los chicos de Barenboim se perfuma con su presencia, ni por él la ONU va a dejar de ser un póster de Benetton. Pero Nueva York, donde el que llega parece siempre un marinero, es una ciudad sentimental y todos tenemos allí un símbolo o una rubia imaginaria. Chaves lo que quería era desayunar otra vez en Tiffany's, antes de volver a su pijama, a su gato y a su guitarra. |