El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

21 de diciembre de 2006

Lopera

Es la viuda del Betis, parece un obispo de galleta y suele hacer de todo, de su vida, sus negocios y su equipo, unas procesiones negras, lastimosas y ferroviarias como de antiguas máquinas de coser santificadas o muertas. El fútbol quizá fue un día un divertimento gladiador o un deporte al sol de los domingos del colegio o de la Patria. Ahora es una especie de matrimonio en el que anda liado todo el país y es verdad que hay una raza españolísima de hombres que están casados con el fútbol, hombres extrañamente atentos al muslo de un lateral, a los días especiales de un mediocentro con trenzas y a las palabras avinadas y generalonas de entrenadores o presidentes como si fueran suegros. Lopera es ese matrimonio de un hombre con la mitad de las piernas, de los Cristos, de las barberías, de los tópicos y de los dineros de su ciudad. Lopera no es haya comprado el Betis, sino que está sacramentado del Betis o el Betis le parece sacramentado de él, y es esa pertenencia conyugal o sultana, ese apostolado o neronismo consorte de sí mismo, lo que lo hace singular, más que sus lágrimas de cera, más que su limón en la boca, más que su idioma sin gramática, más que sus posturas de pollo de alguna cristiandad balompédica. El fútbol ha tenido presidentes, dueños y salvadores lo mismo con garrota que con cuello italiano, poniendo dinero o poniendo la simple retórica de los huevos, pero quizá no tantos maridos dolorosos y palanganeros como Lopera, no tantos esposos sentimentales dedicados a hacer de un equipo religión, masoquismo, partido, amante, casa, negocio, fiesta y tumba.

Lopera, que habla de sí mismo en tercera persona, que se llama “la mayoritaria” y otras locuras del rey Jorge que le dan, tiene ahora a su Betis por los caminos del descenso, de la hipoteca, del martirologio y de la decadencia. Pero creo que Lopera no es interesante porque haya entristecido el fútbol del Betis o porque haga raros hatillos de empresas a su alrededor, sino sobre todo por su valor etnográfico, museístico. Cuentan que Lopera, con ocho años, arrastraba el carro del pan por el barro y ahí vemos que es uno de los pocos ejemplares que quedan del muy español millonario sin escuela. Estos millonarios se caracterizan por darle a sus santos billetes un valor desmesurado, heroico, casi como el resultado de un juicio de Dios, pues en su vida han podido conseguir otra cosa. Esto suele tener como consecuencia el que, además de concebir todo como una continua compra, asimilan el ser al tener. Así entendemos ese proceso de identificación con el Betis o de simple fagocitación, a medida que iba poniendo sus dineros, se sentía emperador del beticismo e iba criando con la historia y la estética del equipo una carne común, llorona, madrera y guerrillera. Así entendemos también que sólo conciba las críticas como deslealtad y que use modos y desprecios de ranchero: es que le están negando no la esencia del Betis, sino la suya propia, que es precisamente ser lo que compra. Por esto ya merecería momia y cripta, pero además, don Manuel es mucho más. Es ese prototipo de hombre simple que junta en una cajita forrada su barrio, su equipo, su cofradía, su chacina y su folclore para que le dé un corazón como un acerico identitario. Es lo que podría llamarse ranciedumbre topiquista, con aéreos toques de mesianismo, meapilismo y otras rubieces de una tierra santa por sus glorias y épicas. Un adulto que se imagina al Gran Poder echando las quinielas o parando penaltis es como un ejemplar de mamut sevillí que tendría que quedar congelado o esculturizado para la posteridad, aunque de momento no creo que eso se extinga. Lopera se pelea con los periodistas, confunde los pronombres, nos avergüenza en la tele, se carga al Betis, pero es mucho más. Es el capitancillo de una manera de ser rico y castizo en esta tierra donde el fútbol se encama con los maridos y hace que los pueblos levanten horcas por estupideces. Es el santo patrón de lo que es esta Andalucía, que no está para aleluyas.




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