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Los días
persiguiéndose |
22 de diciembre de 2006 Muerte del toro Para Freud, el sacrificio es el primer intento humano de dominar la Naturaleza. Fuera un comercio con el cielo o con nuestra propia animalidad, la muerte en sacrificio restablecía el equilibrio mágico de un mundo sostenido por astros y calaveras. Todavía dicen los cristianos que “Cristo murió por nosotros” y no se dan cuenta de que eso no es más que cambiar en la piedra el buey o la doncella por el dios mismo, sublimando la muerte ritual. Sin la muerte no hay magia, y ahora, cuando sabemos que no existe la magia, podríamos decir que no hay símbolo. La tauromaquia es una catedral antropológica y es sin la muerte cuando se queda en fiesta, cuchillería, mascarada y calentón. El toro es el tótem de la sangre y del falo, es la fuerza del engendramiento y la destrucción, es el rito de paso por antonomasia, es la alquimia de lo negro, es el laberinto del alma y sus demonios, es el dragón de San Jorge y es la lucha de Mitra en la cueva. El toreo como carnicería quizá es un invento de los vegetarianos, los cursis, los margaritos. La cultura, en cambio, le ha hecho vasos púnicos, cuadros con el sol y la luna en los cuernos, poemas como pañuelos empapados en la ingle, y Picasso, Lorca, Alberti, Hemingway y hasta Sabina se han maravillado al ver chocar los muslos de dos enemigos en el tiempo y en el mito como si fueran novios bailando. Pero este mundo ya no descodifica los mitos, sino que huele sangre en la sangre y ve ganado en el dios, y por eso la ministra Narbona quiere prohibir la muerte del toro en el ruedo, que es cuando la plaza se abre como un volcán inca. He estado pocas veces en las plazas de toros, que son como anillos con runas o como monasterios para tambores. Pero se me han aparecido hombres como abanicos y he sentido la belleza de la lucha, el arado de la muerte y el asco de la sangre, que huele a correa mojada. He visto a un genio hacer en un segundo una estatua de arena, un vaciado del aire, un templo arrodillado; he visto a un jinete traer candiles del cielo y he visto al sol apartarse una melena roja. Y ni aun así puedo decir que me guste una corrida. Algo que me queda en la garganta, que me ensucia las manos, que me vomita encima, me lo impide. Por eso no suelo ir, por eso no soy aficionado, eso que algunos viven como el ser templario. Lo que ya no hago es dar razones veterinarias contra el toreo, ni decir que ese vuelo del hombre y la muerte en una misma respiración es sólo una orgía de sadismo y de puñales. Porque he vislumbrado en el toreo una antigua belleza de zodiaco, entiendo a los taurinos y sé que el toro vivo acabaría con todo el misterio, el mensaje y los terremotos que suceden en el ruedo, igual que acabaría con la fe un Cristo que se bajara de la cruz para ir a la enfermería. No hago más juicios éticos ni estéticos, pues no me lo permiten mis propias contradicciones. Más significativo, sobre todo para esta Andalucía de castas y cicatrices, me parece el hecho de que aquí el toro viene pastoreado por señoritos, que ha sido el león del cacique, que ha llevado a los palcos a muchos mozos de puta y de casino, que sigue floreando a familias enteras de latifundistas, vagos y caballistas, y que tiene la virtud innegable de hace crecer lo rancio en su rebaba histórica y estética. Pero hasta esta razón vengativa me parecería más atinada que esos argumentos de pollería contra el mito y de ecología contra una especie, que vuelven para terminar con el toreo. No pretendo entender la magia y no podría decir si la belleza justifica a veces la muerte cuando viene grabada en la coraza de los dioses o en los dedos de los artistas. Pero sé que algo único terminaría y no sé cuánto ganaríamos al cambiar un duelo en los carros del cielo por un desnucamiento en un matadero, el tótem sagrado por el peso de su carne. |