El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

23 de diciembre de 2006

Lotería

La primera lotería nos la trajo Esquilache con Carlos III, ese rey de las fachadas que también dividió latifundios y declaró que los gitanos eran ciudadanos españoles a condición de que cambiaran su modo de vestir. El despotismo ilustrado lanzaba sus pañuelos al pueblo, hacía jardinería optimista y ponía tacones a los condesitos que ya nacían con cara de glorieta. Era una España en la que se podía formar un motín por quitarles la capa larga a los madrileños, aunque sabemos que eso fue una excusa, y es que nos viene de lejos en este país de guerras embozadas la costumbre de atacar al enemigo por el anecdotario y el sombrero que lleva, sin enseñar demasiado el dinero o la venganza que nos animan de verdad. La lotería de Esquilache era la que seguimos llamamos primitiva, y que todavía nos seduce con botes que pesan como altares, a pesar de que la probabilidad de acertar los seis números sea más o menos de 1 entre 14 millones. La otra lotería, la moderna, nació en las Cortes de Cádiz, como “medio de aumentar los ingresos del erario público sin quebranto de los contribuyentes”. Era cuando el pueblo se armaba con su religión y sus podaderas contra la invasión no sólo de un ejército, sino de un pensamiento nuevo que quería sepultarle la tradición y los rezos, que quería quitarle a sus reyes cazadores para poner a algún francés ilustrado y ateo. El liberalismo de Cádiz fue en realidad católico, elitista y esportivo, pero aun así el nefasto Fernando VII degolló a la Pepa por bruja y su vuelta al absolutismo supondría la marca del atraso español, eso que Ortega nos recordaría para siempre como un cansancio en los huesos. Lo que quiere uno hacer notar es que con reyes en laberintos, en capillas o en yates; en guerra con los franceses, contra el cereal o contra los locutores; con peluca, ordenador o democracia, el español siempre ha sido más español con un ángel de la suerte que resultaba apolítico, caprichoso, proveyente y pagano como un dios de la lluvia.

Fortuna, imperatrix mundi. La rueda del azar dirige otra vez el mundo en esta mañana en la que unos niños se van comiendo como mazapanes todos los millares en que se divide España. El azar, como el caos, resulta feo o despeinado y el ser humano siempre se ha inventado diablillos o diosas con timón que dan la vuelta a los dados y a las vidas. Pero el azar y el destino son incompatibles y eso lo expresó muy bien Einstein en su famosa frase sobre Dios con el cubilete, frase equivocada porque la física cuántica es la lotería del cosmos y todo el Universo no es más que un promedio de sus vapores. Sin embargo he visto a la gente comprar décimos en lugares de inundaciones y buscar jorobados y atar nudos mágicos y sentarse ante la televisión empollando sus participaciones en el regazo. La suerte sólo es la probabilidad bien mirada, pero desde los juegos egipcios con huesos al Euromillón, ahí está el sueño tan humano de que el futuro nos deja hilos de los que tirar, que todavía da para estas mañanas con anís. Veo en Santiponce el cuerno derramado de oro y uvas de la diosa Fortuna y me da por pensar en esa españolidad de que las cosas lluevan, toquen, aparezcan, caigan. Un país parado, mirando dónde se queda una rueda, igual en el siglo XVIII que ahora, como si después de todas la guerras, revoluciones, descabalgamientos y libertades, el único símbolo sobrevivido fuera ese pozo de monedas. Que venga, que pase, que llegue, lo que sea, pero contemplando el capricho de los números o de la vida haciendo su camino de ratoncito hasta nosotros. Quizá eso es ser español. Y más aún, andaluz. Hay otra rueda que no es la de la fortuna, y que algunos llaman del Karma. Pero eso del Karma quizá sólo es una forma faquir de decir que tenemos lo que nos merecemos por estar todos con la pandereta esperando a ver qué cae.



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