El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

4 de enero de 2007

Lejos de ellos

Las almas en escalera que hay en algunos torreones, los viejos espíritus que viven mojados en las fuentes, las casas que tienen las religiones como si sus dioses tuvieran frío, sueño, tamaño. No sé cómo piensan los creyentes que suena Dios en sus alcobas, no sé cómo se siente su aleteo entre los muros consagrados, no sé cómo se concentra su aliento en los templos como en un invernadero, no sé si puede haber polideportivos para dioses, pero una querella por sus estancias, sus atalayas, sus portones, mantiene ocupados a ciertos humanos olvidados de lo humano, buscando pensión para sus fantasmas. La catedral-mezquita de Córdoba, hecha para que el dios que llegue duerma de pie y beba con los pájaros, acoge la última batalla entre religiones (algunos todavía las llaman civilizaciones), que no cesan en lo que parece una disputa por sus perchas. A mí cada vez me cuesta o me aburre más escribir sobre religiones, pero el polvo que levantan llena el mundo, nos trae enemigos, miedos, arietes, sospechas, titulares, nos pide posicionamientos, y por eso a veces uno se siente en la obligación de pedir que nos dejen en paz a los demás, que suban a una montaña y enfrenten allí a sus doctores o a sus propios dioses, pero que nos dejen vivir a los que no entendemos sus pecados, sus versos, sus cuchillos.

Dicen que es Occidente contra Oriente, que traen un idioma u otro de la Historia, que se trata de una esencia o una cultura contra las moscas del contrario. Pero no es nada de eso, es su antigua pelea de barbudos de la que yo y tantos otros queremos estar apartados, tranquilos e indiferentes. Y no nos dejan, parece que tiene uno que votar por unas babuchas o por un botafumeiro, por el griego o por el álgebra. Si están ganando, si han conseguido revivir a Dios después de Meslier, de Nietzsche, de Feuerbach, de Russell, es precisamente porque han triunfado al mezclar sus locuras con la pintura, los castillos, los perfumes, los códices, los neumas, la geografía, la política. Yo, que para nada quiero su herencia de mentiras, salvaciones, muertes y signos colgados, me niego a que me metan en sus guerras. Disputen ellos por sus techos, por sus plazas. Yo quiero estar siempre lejos y libre.

Abrir las columnas cordobesas para rezos ecuménicos, que vengan las deidades extranjeras a dejar su bastón en la puerta, o por el contrario que no se estorben ni se rocen sus túnicas, que queden las catedrales con sus dioses arios, bellas hogueras con cintura de arbotante, y queden las mezquitas poniéndole un sombrero al amanecer. Me es igual mientras nadie me diga que debo rendir mi inteligencia, mi moral o mi cuello a la más antigua ficción humana, traducida de una manera o de otra. Pedir la recuperación del patrimonio musulmán me parece como si pidiera el suyo el yoga, o como si Roma reclamara ahora las escrituras del acueducto de Segovia. No entiendo que pueda haber esos dueños, ni que el Estado deba preocuparse por estos conflictos de lindes. Que discutan los que tienen las patentes de los dioses y sus moradas. Si el Islam quiere comerme con sus corderos, lucharé. Si el Cristianismo pretende meterme dentro de sus cenas mágicas, lucharé igualmente. Mientras, quiero estar lejos de ellos. Libre en mi conciencia, bajo el cielo en el que nunca he visto las parcelas de los dioses.


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