El Mundo Andalucía

Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

15 de marzo de 2007

Banderas

Soy demasiado joven para guerras de banderas. Los pendones, los trapos de los batallones y de las popas, los escudos de los reyes que parecen cuberterías... Un día los pusieron para vestir a los países como si fueran mesas o santos y desde entonces han arropado a demasiados canallas, bailarines, demagogos, salvadores. Lo malo de las banderas haciendo el oleaje de la historia es que se diría que son ellas la historia, y no las cuitas de los hombres que las llevan o las tiran. Lo malo de dividirnos en pueblos y patrias es que no se ve debajo al ser humano, sino al hijo de una bandera, a los que participan de la misma sangre de la bandera (las banderas escogen siempre su sangre), y es cuando las ideologías son maternidades, las gentes son razas y los pueblos vuelven a ser galeones contra otros galeones. No participo de la emoción de las banderas, no me calienta sentirme bajo la misma manta que otros, no hay ninguna tela que me defina ni me abarque, no hay un color que me ponga coronas de nada, ni de buen ciudadano ni de mal español. Ni siquiera consigue esto conmigo la bandera republicana, que tengo en mi estudio como pequeña concesión a la sentimentalidad, pero cuidándome mucho de no dejar que me abrace, que me explique, que me tiente a nada, ni a la verdad ni al odio. Tengo esa bandera porque me la regalaron y porque ya no representa el cercado de ninguna patria, sino que es como un pañuelo que se le cayó un día a una señorita ya muerta y únicamente me recuerda unos bellos ideales que se torcieron, primero desde dentro (“no es esto, no esto”, dijo Ortega con certeza y desesperación), y luego cuando llegaron las otras banderas del fascismo, santificadas de llamas. Pero no la sacaría en procesión, no lloraría ni mataría por ella, no me sirve de coraza ni de biblia, ni de sol ni de féretro. Soy demasiado joven para guerras de banderas, que en las calles me suenan a cosa de mosqueteros.

No sé cómo hemos llegado a esto, a sacar las banderas como trabucos, a volver a señalar felones, al abordaje de una España contra otra en los mares secos de un país cortado de un tajo. He visto el odio con colores de seda, en tardes como de vendimia de otros españoles, en los parlamentos en los que han vuelto a descolgar las espadas que no hay en sus paredes. Con De Juana Chaos, ese repugnante asesino, han hecho un Cristo, lo que no sabemos es quién ha contribuido más a eso, los que querían descolgarlo o los que querían lancearlo. Lo que no entiendo es este odio ahora, cuando uno y otro partido se han acercado a besar la bicha, se han reunido en molinos, han excarcelado o acercado a etarras, han jugado con palabras peligrosas por parar la sangre, que era lo que todos querían. No puede ser traición y arrodillamiento lo que antes era estrategia; no puede ser la rendición de España lo que antes se llevaba igual con carteros. Pero están sacando viudas y notarios, curas con guerrera, taxistas cabreados, españolitos de estanco, banderas con el pollo, a ocupar las fuentes de las ciudades, y hay un odio que se cobra deudas, y hay un latín de la venganza, y hay una temperatura y una niebla de campo de batalla con la que demasiados están felices. Políticos rebozados en banderas, gente llevada hacia los altavoces, rencor que cruza el país con sus antorchas en los dientes. No creo que los negocios que se les quedaron en el aire a algunos merezcan esto. Yo soy demasiado joven para estas peleas de banderas. Pero hay quien no se da cuenta de que España tampoco tiene ya edad ni cuerpo para la guerras de sus antepasados.


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