Los días persiguiéndose |
5 de abril de 2007 Cielos barrocos
El barroco, dicen. Ahora toda Andalucía anda en el barroco, y eso a lo mejor significa que la noche está sobredorada o que sus fuegos parecen madera. El barroco era poner siempre una llama, una nota, un rizo, una arruga, un caballo de más con su rey vestido como su reina o su papa vestido como su Dios. Todo el barroco quizá fue solamente el aspecto que tenía el cielo de la Contrarreforma, que tuvo que esculturizarse en melenas y trompetas contra la nueva Ciencia, contra el hombre moderno que traían Descartes y Galileo, un poco rectilíneo. Era el hervor de oros y sombras que le metían al cristianismo viejo, que se había quedado sin filosofía ya desde Occam. El renacimiento era demasiado hombre y el barroco era demasiado cielo, tanto que ese cielo estaba en el arte como estaba antes en sus columnas el hombre, que eso es precisamente el clasicismo. En los cielos arborescentes del barroco, María se convertía en Virgen y Dios en sus tres pájaros, para caer luego sobre las telas de los pintores, en las que se enredaban sus pies y sus aureolas, sus milagros y sus hogazas, con santos pordioseros que parecían sostener palanganas hacia arriba. En los cielos acuáticos del barroco ya había una ópera y es lo que luego se traslada a la tierra con música y con poleas, deus ex machina que se mueve en el mundo como un saco. El barroco, dicen. Pero yo no creo que sea por las tallas, que a veces son del XIX sin que se note. Es más por ese espejamiento del cielo trasladado aquí, por esas velas de pintor que tiene la noche, por esos santos y misterios convertidos en lanzas, por esa ópera que se mueve con ruedas y por ese hombre cartesiano que está otra vez callado como querían los papas. Andalucía está en el barroco, cuadros con manos y con alas descienden de las nubes donde viven, grandes copones pasean sus dogmas de pan esponjado, lo alto se reparte en sus cofres, el pueblo se come las flores embellecidas de carne de la misma muerte. Sí, son los cielos barrocos que atracan en las calles, son sus ángeles vendimiadores que suenan a orquesta, son las pisadas de los dioses en su ceniza o en su aserradero como entre los relojes de sus palacios. El barroco quizá fue sólo una resistencia, una reacción, el último intento de apabullar al hombre, a través del arte, con la religión igual que con un gran mueble. El hombre cartesiano (¡el hombre moderno!) volvía a encontrar la razón, cuya crisis o desesperanza (la “desesperación” del hombre mediterráneo del siglo I, lo llamó Ortega) había propiciado que llegara el Cristianismo con toda la fuerza de la pura negación. Pero ante ese hombre nuevo, el barroco, el cielo estatuado que era lo barroco, estaba ahí para vestir, para encender a la religión, todavía, de otra manera, de su última manera. Andalucía está barroca, cada color, cada ramaje y cada lanza llegan al arriba de donde proceden, igual que entonces. Los Cristos y las Vírgenes lloran de estar pintados, los candelabros trepan por sus espaldas como salamandras bordadas, una riqueza de sombras y circunvoluciones panifica los misterios, quiere renovarlos y presentarlos en cenas. Y el hombre nuevo, con su razón de hombre (eso es la modernidad), calla o duerme, aun tan tarde, en la oscuridad del oro, en la trampa de lo bello, sobre las tumbas lacradas de los dioses. |