Los días persiguiéndose |
9 de julio de 2007 Maravillas Se trataba de hacer la baraja del mundo o la olimpiada de las piedras. Hay lugares en los que el hombre se siente pequeño o aplastado por su propia audacia, y esto, que en la Antigüedad merecería antes que nada un poema, aquí nos ha llevado a la encuesta, a la marca, a la franquicia, para terminar dando un mini golf planetario que quizá le quite el aburrimiento a su patrocinador, un ricachón harto de cacerías y de ponerse cada día una máscara de hechicero diferente. Lo de las Nuevas Siete Maravillas ha sido un concurso del fetichismo de los lugares, del interés de los negocios y del provincianismo de los pueblos votando por sus propios muertos. Los griegos hicieron sus listas de las Maravillas (hay varias) como celebración y admiración por la obra constructora del hombre, el hombre que siempre se ha querido prolongar en sus columnas y, según el patrón clásico, sobre todo medirse en ellas. Por eso no incluyeron ni maravillas naturales ni ruinas, sino sólo lo más alto, macizo y bello que había concebido el ser humano y que podía ser contemplado en todo su esplendor. En el nuevo catálogo quizá se ha olvidado esto, que se trataba de medir al hombre en su obra, y así lo que ha quedado es una pelea de postales más vendidas, glorias derrumbadas de la historia, alfarería sobrevivida, medallones de arena y símbolos melancólicos de culturas muertas. Yo creo que, de haber seguido la intención y el espíritu primigenios, en esta lista tendrían que estar Manhattan entero y la Estación Espacial Internacional, la Torre Eiffel más que Petra y alguna catedral antes que Machu Picchu. Pero ganan las rutas turísticas, las películas de romanos, la numismática como ternurismo y la politiquería como cultura. Nada, en fin, nos aporta esta iniciativa tan mediática como tonta. Sólo es el afán de competición de nuestra época empujado por el esnobismo coleccionista de un millonario, que ha conseguido arrastrar a los políticos hacia su familiar demagogia y al pueblo a la vieja tentación cateta de proyectar su felicidad en la mundialización su barrio, igual que con el equipo de fútbol. A la Alhambra de Granada la metieron en esa carrera de esfinges y ha ido arrastrando sus velos y la magia de sus estancias como por entre tragaperras, que eso parecían esas maquinitas para votar por ella o para hacerse fotos los políticos, que no sabemos. Los políticos adoran eso de montarse a caballo del pueblo y seguir con él una causa que acabe en rebujones en las fuentes. Invocaron a Bill Clinton, enamorado de las trenzas que tiene sol en aquel lugar; llamaron a los espíritus políticamente correctos de las tres culturas, que para ellos son como las Tres Gracias jugando confusamente al ajedrez; montaron alrededor del arte y de la historia una ruta del tapeo... Pero ha sido para nada, la Alhambra se ha quedado sin cromo y en Granada la gente penaba ante las pantallas gigantes como si Rosa hubiese sucumbido otra vez en Eurovisión, mientras los políticos se lamentaban de una incomprensión o un desprecio hacia la “integración de las culturas” y la belleza de esa relojería del agua con la luz. Todo un espectáculo, pues, de histeria y catetismo. Pero la Alhambra sigue siendo la misma joya, no ha pasado a ser ninguna viuda ni se ha escapado de dentro la historia como pájaros. Este juego no ha venido más que de la chimenea vacía de un rico ocioso. Con toda seguridad, además, las Maravillas de esta época tampoco están en la nueva baraja que sale ahora, cuando el hombre se busca en lo pequeño, en lo invisible, y es más impresionante y hermoso un acelerador de partículas que las fachadas que llegan hasta el cielo. Lo que hemos aprendido es lo que ya sabíamos, lo rápido que siguen apuntándose los de siempre a la demagogia y al escaparatismo. Yo no voté. Quizá por respeto a los griegos. O porque me parecía un poco sacrílego, como elegir misses entre las monjas. |