ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Muerte de un inmigrante

 

Vienen a saltar el escalón de Europa, la tapia de oro del viejo continente, vienen a tocar el cielo de los blancos, huyendo de los pozos de moscas de África y de un rey niño que se gasta todo en elefantes. Pero Europa sólo les ofrece un moridero en una playa, una tragantada de muerte y sal, una caricia póstuma de asco, pena y montones. Europa, mientras cuenta la ferralla de su euro, los vigila con ojos láser y los caza como a ballenas sedientas cuando llegan vivos. O les pega un tiro, un arponazo frío y veloz en el costado, la eutanasia piadosa que le ofrece el rico al pobre para evitarle una decepción, que sabemos que puede ser peor que la muerte. 

Nos hemos acostumbrado a ver morir a los inmigrantes como una industria diaria, pero siempre los traía el mar, que no tiene pecado. La naturaleza siempre mata con lejanía y displicencia, y el mar nos deja igual un cadáver en la arena que un oleaje de hidrocarburos. El mar nos traía los muertos y nos libraba de culpa, que todo quedaba en esa voluntad de oscuridad y tentáculos del océano. Hasta ahora, porque en Tarifa un inmigrante ha muerto por un disparo. Es el ser humano usurpando toda la violencia de las deidades marinas, señalando con un dedo de fuego y entregando a un semejante para que lo devoren unas tinieblas húmedas. El ser humano sueña con la crueldad de la naturaleza, que es la crueldad de sus supuestos dioses, a los que quiere imitar.

El guardia civil se ha reafirmado ante el juez de su versión, que es la de la mala suerte, el accidente, el forcejeo y la pistola que se dispara con esa voluntad callada de muerte de todas las armas. Pero sacar el arma, desenfundar el arma, es rendirse al hambre de cadáver, desatarle la mandíbula al monstruo, seducirlo ya con la posibilidad dulce del muerto. Sacar el arma es prolongar el brazo con una pesantez de catástrofe, llamar a la muerte misma desde esa boca sin dientes del cañón, que quiere masticar carne de lejos. La pistola va temblando de glotonería en el cinto y al desenfundarla ya está buscando la presa, oliendo la sangre, afilando las balas con un entrechocar pavoroso de émbolos y resortes. La muerte está ahí en la pistola, en su caverna tibia, en su útero ennegrecido, la muerte que quiere buscar la luz en su encierro y por eso siempre acaba disparándose con una inercia suave y gravitatoria, silbando su parábola de horror. El guardia civil que saca el arma y convoca a toda la fatalidad. Ese gesto, echar mano a la pistola, desenfundar, es pedirle al infierno que venga a ocupar el lugar que le otorga el destino. El guardia civil sacó la pistola y citó a la muerte con un canto suave, como a una amante. 

A ver qué delito, qué amenaza en los ojos espantados de hambre y olas de un inmigrante puede merecer la fiereza de una pistola. Pero el ser humano ama la fuerza, es el látigo de poder que lo convierte en divinidad. Europa quiere blindarse de una peste de pobreza y pone a sus legiones a cuidar con mucho celo y repugnancia que no vengan a contaminarla. El guardia civil quería defender su patria y su bienestar y sacó una pistola al ver el peligro de un infiel que cruzaba las dunas. No es la intención de matar, que seguro no la hubo, es la brutalidad de suponer legítimo sacarle la pistola a un desgraciado que huye hacia un sueño de felicidad que no existe. Los inmigrantes muertos no pueden pedir explicaciones, se limitan a hacer bulto en las tapias. Pero nosotros sí podemos pedirlas. No hay accidente que valga, no hay mala suerte que lo justifique. Se sacó una pistola sin razón y murió un hombre con el horizonte torcido de un paraíso en los ojos. Aquí, quizá nos sobreviva algo que se llama Justicia. O puede que no.

 

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