ZOOM · Luis Miguel Fuentes


El mamut

            

El mamut nos había dejado enterrada una pelvis como el ancla de su esqueleto, como la cepa petrificada de su muerte antiquísima. El mamut de hace un millón de años sobrevive todavía en su cadera, péndulo roto de su cintura enorme, calavera de su velocidad, sexo calcificado de los gigantes que tiene ya afiladura de hacha. Esta pelvis como el diente de un cíclope la han descubierto en el yacimiento de Orce esos hombres y mujeres que oyen a las piedras y aman a los huesos porque ven en ellos la montura de todas las almas y de todas las civilizaciones. Son unos científicos que miran un guijarro como el corazón de un niño prehumano y un fémur como un arbotante de nuestros principios de antropoide. Ven el trasluz de la muerte y la disposición de sus partículas, y, en su alfarería viva, nos reconstruyen el hombre o el animal o lo que fuera, que ve un sol nuevo, luego, miles o millones de años después, aunque sea sin lengua y cojo de un hueso.

Esta pelvis que sacan ahora como un murciélago grande, blanco y aplastado, congelado de muchas eras, viene con el balanceo del vértigo del pasado, que es esa sorpresa de vernos tan fugaces y de imaginarnos por un momento sólo como una momia futura que vamos criando por dentro con desgana y paciencia. Hay todavía gente incrédula ante la evolución biológica, ese estupor de que toda la vida provenga del juego acuático de unas moléculas, simplemente porque son incapaces de imaginar esas descomunales escalas de tiempo. “Somos como mariposas que revolotean un solo día y piensan que eso lo es todo”. Es una frase que recuerdo, me parece, de aquel maravilloso libro de Carl Sagan que es “Cosmos”, Biblia de mi niñez. O sea que este mamut, quebrado y enfierecido de cansancio después de un millón de años, nos viene a recordar, en su tamaño y en su lejanía, no sólo nuestra insignificancia en el espacio sino en el tiempo, que es un vacío más alto y una oscuridad más densa. Pero nuestro tiempo, que es un tiempo psicológico, no es el tiempo del Universo, esa flecha ciega de la termodinámica, y es lo que nos permite decir, por ejemplo, que más largo que una glaciación o la rotación de una galaxia nos parece algún programa de Canal Sur o un discurso de Chaves, sin que sea demasiada blasfemia contra la Ciencia.

El mamut nos dejó en la arena una columna de su cuerpo o un plato de su osamenta para que ahora nos midamos nuestra pequeñez gracias al esfuerzo de esos paleontólogos que son como albañiles muy finos. Este mamut es un abuelo nuestro del que nos queda la sonrisa triangular y mellada de su pelvis para traernos nostalgia y sabiduría de otro tiempo de cuevas, de otros humanos que a lo mejor todavía no lo eran, humanos con algo aún de oso o de lobo, que empezaban a colonizar Europa, de la que sólo habían visto un valle, que elevaban sus primeras capillas a los muertos y querían ya hacer cántaros sin saber, y por eso les salían de piedra y torcidos, o no les salían y lo dejaban en un intento de cuchillo. En Orce llevan casi veinte años sacando cráneos, diáfisis y otras bisuterías de lo humano y lo animal, para desentrañarnos ese misterio terrizo de la evolución de nuestra especie y del planeta, que nos va acompañando con pereza. Este último descubrimiento, este mamut despiezado, amigo y tranquilo, dentón y millonario de años, es un poco nosotros y recibimos su pelvis como un exvoto lentamente trabajado. Es un regalo de pasado pero también una advertencia siniestra, porque nos dice que el tiempo es sólo la destrucción continua del Universo y que todos somos añicos recosidos y un costillar de elefante.

 

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