ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Llegar a una Andalucía en llamas, tonel que arde en agosto, bosques con la carnosidad de fuego de la Naturaleza, niños y perros incendiados en las playas como galeones. Arder en Andalucía y quedar con una mano o una calvicie abrasadas, al costado carbonizado de un árbol, o bajo la sombra de hierro del mar. Fuego en el gentío, estopa de carne muy blanca, combustible de aceites y barrigas, todo el asfalto de las ciudades apagándose en el mar con un pie múltiple y forastero. Y fuego en las montañas, hoguera de águilas, infierno alto de las ardillas, la muerte de un arbusto como una virgen seca y pequeña. Arder en una colina o en un hotel, arder como una carrocería ante el ojo húmedo de un marisco o de un escarabajo, huir con los ciervos hacia un abajo de agua, hacia toldos de cielo y chiringuitos, hacia la frescura de lo hondo. Fuego que viene de lo alto, del ladrillo rojo del sol, de las antorchas eternas de las galaxias, fuego que viene de la tierra, de abismos aventados, de grutas que se derriten, de una punción del planeta. Cutícula encendida, lento descenso de llamas, arder pastoso de la piedra, celada de fuego entre el monte y las aguas, y el hombre ahí, en lo que tiene de fiera y de zarza, de mártir y antracita, animal ardiendo, atleta de la calor, púgil egipcio erguido sobre la arena. Arde Andalucía como una catedral, tiene un muro derrumbado de fuego, una cúpula de árboles que se caen, una procesión de comulgantes sobre una pira. Pueblo con el muslo incendiado, con un hacha incandescente en el torso. Vienen gentes del norte como novias en llamas, como bueyes rezadores y reventados, y la hoguera que prende el verano deja de ellos sólo su bocanada caliente y su esqueleto calcinado, sus restos de plástico y sus bolsos como una hojalata. Arde Andalucía por un flanco verde, desolladero de ramas, caldero grande de grava. Arde Andalucía por un flanco azul, como un vidrio líquido y una linfa que sudan los cuerpos. Arden las montañas y los pechos, toda la carne de la tierra y toda la tierra de la carne, pues toda la carne es como hierba, ya lo dice la Biblia, y hay una siega de fuego que trae la muerte a los pinos y el sueño a los veraneantes. El fuego que nos trabaja la orografía, que ennegrece los crepúsculos y derriba a los pájaros. El fuego que nos ahonda en el cuerpo como un cazo blando, enlenteciendo las digestiones, convirtiéndonos en esa bacteria del calor. Sincronía del fuego desde todas las esquinas del verano. Hay que arder en el fuego de agosto, ser el sacrificio vivo del ardor del hemisferio, mineral que se funde de obediencia y pequeñez. Hay que inmolar la entraña roja y dura de una encina, la columna más elevada de nuestra casa o el corazón de corzo de un chiquillo, recibir al fuego del verano con un abrazo de suicida, darle una sandía podrida o nuestro vientre abierto para que haga su zanja urgente y su dentellada de gigante. Fuego visitador, empujadizo y ciego, que se lleva al ganado y nos devora un tobillo. Fuego que desagua las rocas y cubre los valles, que aplasta a las moscas y entierra a los ahogados. Fuego como un mes de sangre, como un arpa degolladora, como un alcázar de destrucción. Fuego que respira sobre nosotros como un caballo enorme. Andalucía arde entre todas las hélices del fuego y deja un naufragio seco de troncos y sombrillas bajo el ala llameante de agosto. |