ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
El Cerro del Águila daba novilleros, fandangos y soldadores. Nacían toros en las herrerías y los chiquillos saltaban las tapias perseguidos de hambre y tauromaquia. El pueblo hace su arte de la reja, la poza, el cristo y el torero muerto, y Salvador Távora soñaba con toros de fuego y flamenco, toros que cantaban con El Bizco de Amate, era ése el arte del barrio, el toro y el quejío, el arte de los niños que ya querían ser matadores o palmeros, siendo todavía acróbatas de los tendederos y los husillos. Pero Távora vio a Salvador Guardiola caer en la plaza, entre todos los clarines de la muerte. Mató al toro asesino y abandonó los ruedos, y hay una lanza de dolor y hueso que no le termina de dejar. Távora muestra ahora en sus espectáculos ese costado abierto y ese redoble de violencia y danza, el pueblo que canta a los gigantes de la muerte con aquella corneta que querían tener los niños. Lo andaluz, Távora quiere ser lo andaluz, pero ahí están los mitos y las mentiras de todo lo que es “esencia”, “alma”, “pueblo”. Una gitana perversa, un torero degollado, un burlador con estoque, el reguero macho de los pisotones del toro y ese sexo de sangre, establo y claveles. Drama en las casapuertas, celos morunos, el pañuelo suave de una puñalada, guitarra y banda para hacer una ópera que no lo es, donde el tenor es un Crucificado y la diva una planchadora. Lo andaluz, esa mentira para guiris. Távora confunde mito y tópico, arte y kitsch, pueblo y máscara. Hay que ponerle un corazón a la tierra y se coge el folclore viejo y los sueños de las mocitas. Es la bandera fácil, el arte que quiere ser democracia y queda vulgarizado de barrio y escandalecido de vecinas. Távora saca caballos a un tablado como los espíritus ágiles de la raza, y el jinete es un alférez sanguinolento y un bailaor empinado. Távora saca un toro a lidiar y es una muerte gratis y un dragón castizo. Távora manda morir a todas sus gitanas y es el sacrificio de la Virgen de la aldea, violada por los bandoleros. Távora pone a tocar a una banda de cornetas y tambores y cree que son los metales de Wagner o Bruckner. Távora, pulsado por todo lo andaluz, es quizá sólo la parodia de lo andaluz con percusión de pechos y unos pellizcos de alma levemente rocieros. El arte es término que carece de significado, según dice cínicamente Ambrose Bierce, ese demonio. Yo siempre he dicho que el arte es una intuición estética, una vibración pequeña de esa alma que no tenemos, recuerdo quizá de nuestro principio mítico, del espanto y la admiración hacia la grandiosidad de nuestras deidades imaginadas. Pero el etnocentrismo es también mito, religión y dogma, y viene con él su arte como una polifonía ciudadana. Los toros y los lanceros de Távora, sus hembras cíngaras, sus sinfonías de verbena, sus dramas como un amontonamiento de majas y jacas, quieren ser arte por venir del corazón grande de la tierra y de la gente. Pero a mí no me lo parece o me lo parece poco. Quizá porque tengo la idea del arte como aliento universal y no como complacencia ante los usos de la provincia. Távora gana ahora un pleito, una guerra funcionaria que se planteó entre lo andaluz y lo catalán, dicen algunos. Victoria del taurinismo ante el antitaurinismo norteño, gélido y poco español, dicen otros. Sus toros y sus óperas nada operísticas tenían toda la libertad para ser. También para no gustar. No me gustan estos espectáculos de Távora. No me gusta su visión corta del arte, no me gusta su concepción caballuna de lo andaluz. Bizet hizo la famosa aria del “toreador” de su Carmen intencionadamente facilona, como concesión irónica a los gustos de la muchedumbre. Algunos hacen mucho esto, pero sin sorna. Carnaza para el público, fervoroso de localismos. El niño del Cerro del Águila juega a hacer arte como jugaba a ser torero saltando la tapia del matadero municipal. |