ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Símbolos del verano

 

Allá en USA, un tal Tom Forsythe está intentando cargarse aquello del american way of life por el método sacrílego de fotografiar a la muñeca Barbie en “posturas comprometidas”, o sea, en mitad de abrazos clitóricos y otras delicias. El sexo de las muñecas es el sexo perverso de los que no tienen sexo, de los que copulan sólo con su mirada y sus ganas enclaustradas, el sexo de los serafines y los eunucos, esa libidinosidad de los seres puros, que es como el ala dulce de depravación que tiene siempre toda inocencia. Una Barbie secretaria abriéndose amable e inútilmente de piernas nos corrompe y nos ridiculiza un símbolo, nos vulgariza de fisiologismo una sublimidad. Toda construcción alegórica que se pretenda elevada, desde una teología a una patria, se viene abajo en cuanto se le humanizan sus atributos, y por eso si alguien se imagina a un rey en el váter o a una santa con picores vaginales, crujen las monarquías y los Cielos, caen las coronas como boinas y los dioses como vecinos. El símbolo, que es una estilización y una castración, lleva siempre a una mentira, y la manera más eficaz de desnucarla es ésa, añadirle lascivia a una muñeca, flatos a un emperador u olor de pies a una divinidad. La Humanidad, que sigue ansiosa de banderas y metáforas no humanas, quizá se dé cuenta así de que sólo cuando nos reconozcamos gusanos de la tierra, con nuestro sarro y nuestro orín, podremos hacer algo verdaderamente grande con nuestra especie.

El verano, agosto con su proa de calor y tetas, es todo lo contrario al símbolo, pues sus iconos nos llegan precisamente llenos de humanidad y trasudor. No puede ser un símbolo, admirada y adorable Carmen Rigalt, el posado de Ana Obregón y de ese ombligo suyo que es como un sexo sustituto y apretadísimo, pues nada hay de sublimidad en ello, todo lo más embriología. Tampoco ayudan un príncipe en calcetines y una reina yendo de rebajas a que veamos a los Borbones como elegidos por Dios. Menos aún puede ser alegoría del verano sureño Gil en chanclas. Gil sería un caso curioso como símbolo a torcer, porque para pervertir su imagen tal como han hecho con la Barbie habría que imaginárselo tocando al piano a Scriabin, por lo menos. El verano, pues, ayuda mucho al humanismo y a la humanización, es un gran cataclismo de símbolos y un rugido de escombros de todos los ensueños abovedados del hombre. Le vemos los muslos a Aznar y la barba a la Pantoja, como describe acertadamente mi paisano Mendicutti. Le vemos una rodilla plebeya a una infanta y una canilla ridícula a un millonario. Vemos, en fin, la desnudez de carne y vecindad de los que viven el resto del año en sus cielos atornillados, volando entre columnatas de distancia y glamour.

El verano mata los símbolos con calor y sangrías, uniforma al dominguero y al rico, aplasta la avilantez de los apellidos, que en el chiringuito quedan con la misma vulgaridad nativa que un primo nuestro. A la Barbie la han tenido que poner tocándose el culo para destruir los mitos americanos. Aquí, basta ver al personal en verano para que triunfe pequeñamente la igualdad y la democracia, que es que todo el mundo vaya con el mismo pareo. Aristocracias, beldades, toreros, magnates, todos sucumben en el magnicidio agosteño. Un largo verano de un año y terminaríamos en la acracia, visto que ningún dios patrocina a los monarcas, que ninguna musa enfoca a nuestros ídolos, que la Barbie se masturba suciamente y que los actores vienen de Hollywood a recortarse las uñas en las calas. Humanos, demasiado humanos. Sólo Nietzsche triunfa en el verano, como un Adonis en tanga, blasfemo y cachondón. Tenía que llegar. A la moral como contranaturaleza sólo le puede responder la inversión de todos los valores.

 

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