ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Apocalipsis

 

El planeta con su herida alta, con un tajo de hierro y cielo, la garganta empinada del mundo abierta de fuego y nuestra civilización con las rodillas quebradas. Cayeron como brazos de arena, pero antes, ese corazón emergido y par que se construyó Occidente sangró vidrio y almas. Las Torres Gemelas del World Trade Center, orgullo del Imperio, del dinero que quiere llegar a las nubes, ciudad con un millón de secretarias y ascensores. Las embistieron todos los ángeles caedizos, todos los dioses barbudos, toda la muerte anublada arriba, en tantos años de ira. Ahora hay ejércitos invisibles escalando las fachadas del mundo para proclamar que el Terror ha llegado y que hay que demoler estados como vigas y vanidades como mamparas. Ha llegado la Tercera Guerra Mundial que decía Nixon, guerra contra un enemigo soterrado, múltiple y arácnido que vive en los desagües y se come nuestros aceros y nuestros tobillos desde abajo y desde arriba. Nueva York en llamas, Manhattan como una tundra. Vimos el comienzo del Apocalipsis como una takuba cortando velozmente el más largo y vanidoso de los cuellos.

Soy de la generación del miedo al amanecer nuclear, del último resplandor naranja que traería una muerte vaporizada que mezclaría nuestros átomos con la roca en una reconciliación primigenia. La Guerra Fría fue una guerra de verdad, traía un miedo disipado, arbitrario, temíamos esa incomodidad de quedarnos de repente en un esqueleto sorprendido de ver cómo se le desintegra la carne. De pequeño, imaginaba un hongo nuclear elevándose en Rota, tan cerca de mi casa, y calculaba sin cálculos cuánto podría ver antes de desaparecer o de comenzar a sentir cómo el cuerpo se quemaba por la radiación. Dicen que soñar con el fin del mundo es algo que ocurre mucho. Pero cuando lo soñaba, mi fin del mundo era cosmológico, expresionista y bello. Todo ocurría en el cielo, con luces como globos azules y planetas despeñándose, todo era una catástrofe alta que sólo mataba de asombro e inevitabilidad aquí abajo.

Había el otro día en esas torres en llamas, en ese derrumbe universal, algo de eso, el miedo que dan las cosas imposibles, como si el sol se partiera por la mitad o se parara la Tierra y cayéramos todos hacia arriba. Era más que los muertos que volaban por la ventana haciendo una estela con un pañuelo y un último grito. Cataclismos hubo que trajeron más muertes. Era, más que nada, esa majestuosidad que tiene lo inaudito y que es lo que hace apocalíptica a una catástrofe. No es tanto el miedo a la muerte, que nos puede llegar al tropezar con un bordillo, como el encontrarnos con lo asombroso y lo gigantesco lo que ha hecho al hombre fabricar ese mito de la Destrucción Total, el Fin de la Humanidad que, el martes, se oía tanto por los bares: “Se acabó. Estamos en la Tercera Guerra Mundial. Esta será la última del ser humano”.

Van diciendo por ahí que el martes vimos pasar a la Historia con todas sus mayúsculas. El asesinato del archiduque Francisco Fernando, el ataque a Pearl Harbor, y ahora los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono. El nacimiento de una nueva época, el comienzo del camino a un Nuevo Orden, dicen unos. Occidente contra la desarrapada nación árabe, las ojivas nucleares estallando cuando ya no podamos soportar más masacres terroristas y, luego, la guerra definitiva, auguran otros más tristes. Y yo, el martes, acordándome de aquella imagen infantil, una nube rosa incendiando el aire desde Rota, tan cerca, y el Apocalipsis que, por un momento, vi casi igual que en los sueños, hermoso y extrañamente consolador, como una gran burbuja que trajera por igual la paz y la muerte.

 

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