ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Andalucía como Kosovo

 

Nuestros soldados allá por las esquinas de los mapas, por esos campos extranjeros de un verde toldo, de un verde calcetín, la sembrada verde de los ejércitos que ya no matan, sino que van a poner inyecciones, a besar niños, a esquivar vacas tristes por los prados y a escribir cartas a las novias o los novios que se quedaron aquí despidiendo una fragata como en Così fan tutte (Soave sia il vento...). Bosnia, Kosovo, de donde vuelven nuestros soldados como misioneros con tatuajes, convertidos a un pacifismo de mucha chiquillería. Lejanía y olvido, aunque cuando la Navidad llega por allí con un frío de montañas, tanques y cazos, siempre hay algún pez gordo que va a compartir con ellos una croqueta que sabe a macarrones, unos macarrones que saben a croqueta, la solidaridad mínima de un rancho de sabor único y perpetuo, herencia de todas las generaciones de sargentos de cocina y aljofifa en la perola.

El Ejército ya no tiene oficio de matar, o si acaso mata es por error o por buena causa, y entonces lo perdona incluso el Papa, que ve un crimen hasta en un espermatozoide estrangulado. Hay un Ejército nuevo, un Ejército de niñas con coleta y jovencitos que huyen desencantados de los talleres de motos, ese Ejército que tiene espíritu de oenegé, que ya no quiere cabezas del enemigo en la lanza, sino un chiquillo al que darle una chocolatina, una viuda a la que salvar de un balazo. Ahora los soldados salen poco en las guerras. Con la globalización, las guerras se hacen en los mercados, y si acaso hace falta un poquito de destrucción, la justa, todo se queda en apretar un interruptor o mandar a una máquina, que no produce muertos sino daños colaterales por algún fallito en la circuitería. El Ejército como una oenegé es una visión moderna y encantadora que a lo mejor acaba del todo con esa imagen de lo militar como un club de espadones, ésos que recibían las órdenes de un dios que les hablaba desde el cuadro de un abuelo, ésos que se llevaban todo el día poniendo los cojones en la mesa y siempre tenían un enemigo que despellejar y una Patria que defender (una Patria que eran ellos mismos) que les justificaba todos los muertos en la misma factura.

La Junta de Andalucía propone que sea el Ejército, los soldados que nos quedan en el  país jugando a las cartas o pasándole el trapo al fusil de mentira entre guardia y guardia, los que se encarguen de recibir a los inmigrantes, que no sean las vecinas y los labriegos los que tengan que tirarse al agua a recoger ahogados vivos o muertos, hacer las curas o preparar bocatas. Hablar de la necesidad de un despliegue humanitario así en nuestras costas nos lleva, antes que nada, a la tristeza de aceptar lo que tenemos de tercer mundo, de tierra de guerras y refugiados, que hay una Andalucía como Kosovo en la que tenemos que poner campamentos para que no se nos muera demasiado alguna gente. Saramago lo decía hace poco: por lo menos, acogerlos con un mínimo de humanidad. Sí, pero esto no soluciona nada. La única política de inmigración razonable es la que ayude a salir del pozo a los países pobres, y mientras no se acepte esto, seguiremos amontonando cadáveres en la arena y acarreando personas que se deshacen en mantas. Los jóvenes de estos ejércitos de paz y eucaristía con galletas no son los que tienen que resolver el problema. Hace falta otro compromiso, otra valentía que no es la guerrera. Hay que desplegar o desarmar otro ejército, el ejército egoistón del dinero, el dinero de esta Europa rica y el de esa África corrupta de reyezuelos, que siguen los dos contando en la cantina sus hazañas igual que un legionario que se fue de putas.

 

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