ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Cuando conocí a Juan Antonio Bueno Álvarez, ganador del Premio Andalucía de Novela, yo había llegado a un Madrid amanecido de bautismos y señales, y me presentaba a los edificios de la Castellana con el primer relato y el primer pudor de la provincia en la mano como una manzana de pobre. Era verdad, entonces lo vi: la literatura puede salir del cuarto de uno y llegar a mover una elegante marina de azafatas. Los folios que uno ha escrito para gastar güisqui y zapatillas a veces llegan, al final, a una mesa, a un funcionario que te transforma de ermitaño en escritor por la arbitrariedad de ponerles un sello y mandarte un cheque y una escolta. Iba yo uniformado de escritura, con todo el forro de letras del alma vuelto hacia la gente, estrenando traje y esencia. Era un premio, yo era finalista de un premio, el segundo relato que escribía en mi vida me mandaba a Madrid, a un hotel muy acolchado, a un salón suavemente acuático donde los oficinistas de la literatura habían puesto cocineros y heraldos, listas y protocolos, pavimento y música. Juan Antonio Bueno Álvarez, serio y paulatino, llegó entre tríos de jazz y señoritas con croquetas, nos sentamos a la misma mesa, hicimos un conjuro para que el ganador saliera de ella, comimos un pichón pacientemente ensangrentado, nos reímos, fundamos allí mismo el grupo o la generación de la Crema de Puerros, que a lo mejor un día explicamos qué significa. Y ocurrió: el ganador salió de aquella mesa. Fue él. Bueno Álvarez ganó con su relato el Premio NH. Yo me quedé en finalista y en novato. Su mujer, Consuelo, rompió a llorar, y en ese momento me di cuenta de que yo quería ser escritor por encima de cualquier otra cosa. Recuerdo aquel relato ganador del NH, La muerte de mi madre, pleno de humor y cinismo. Recuerdo aquellos personajes de su primera novela, La verdad inútil, Atocha y París, alzadura magistral de psicologías. Recuerdo cómo me impresionaron su dominio casi cinematográfico del diálogo y su habilidad para manejar registros. Su segunda novela, Las estrategias del bachiller, me devolvió la ternura y la crueldad del mundo juvenil, con sus gordos, empollones y chuletillas, con una intensidad que no recordaba desde Edad prohibida, que fue el libro de mi adolescencia. El premio Andalucía de Novela, El último viaje de Eliseo Guzmán, es otra vez una pinacoteca de memoria y almas, de tiempo y cuchilladas, donde la acción, los pensamientos y el diálogo son una misma voz y un todo enhebradísimo. Bueno Álvarez es, en cierto modo, mi modelo y mi antítesis. Modelo de reciedumbre, trabajo y conocimiento que yo quisiera para mí, con su oficio y su energía de literatura que él va desaguando por sus aulas y sus novelas, y que sin embargo a mí se me pierden en rabietas. Antítesis porque frente a su monacato de literatura yo me veo montuno, anárquico, improvisador y vago. Me da envida porque en el tiempo en que él ha escrito dos novelas y ha ganado este premio, aquello que yo ya le contaba que tenía en mente no ha pasado de la página cincuenta, enterrado en inseguridades. Mi buen Juan Antonio, que me acogió en su casa madrileña y aguantó mi desánimo cuando fui a mendigar columnas a una redacción en la que me despreciaron por desconocido y provinciano. Mañana, cuando le entreguen en Sevilla el XVI Premio Andalucía de Novela, iré a darle un abrazo y a que se me note un poco la envidia, que eso siempre gusta mucho a los premiados. Él me manda sus novelas y me sigue diciendo que algún día yo escribiré una magnífica. Terminaré dándole el gusto, aunque sea solamente por devolverle una invitación y una broma. Enhorabuena, amigo. |