ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
El fútbol es ese deporte que hacen unos gladiadores con los pies, la guerra glandular y tendinosa de unos vikingos que meten goles. Al fin y al cabo, como todos los soldados, aguantan la batalla y el dolor pensando siempre en unas doncellas que aquí son animadoras en calcetines, aunque en el fútbol no haya animadoras. Cuando estos señores de la guerra del fútbol son mozos millonarios en oro y hormonas, cuando el ardor pendenciero se les va del menisco a la ingle por un nervio de juventud y además pueden seducir a vírgenes o a cortesanas con el encanto par del músculo y el peculio, es normal que pasen cosas como la que pasó la noche de Halloween con los jugadores del Betis. El fútbol lleva al sexo y a la juerga por una costumbre de cansancio y virilidad. Hay siempre en cada gol un conjuro de orgasmo, de ebriedad y de potencia. Estos chicos del Betis hicieron una fiesta con excesos porque era lo que les pedía ese cuerpo activo y corredor que entrenan tanto en el sudor y el grito. Además, la gloria de los héroes pide siempre la dulzura de la hembra que los alabe y les ponga el laurel rozándoles con una teta, más el vino que los ascienda al entusiasmo. Sin estas apoteosis báquicas, el fútbol sería un monacato insoportable de duchas frías y gimnasia en el jardín, que dejaría al joven deportista agarrotado y desapacible. Hay que dejar una energía que sobra de la patada para la fiesta, el licor y el compadreo de repartirse una rubia, pues eso restablece, vivifica y desahoga. Ni la afición bética ni el frailuno Lopera parecen entender esto. La afición quiere a los jugadores castos y rezadores, para que dejen todos sus líquidos en el campo y no en una cama de agua. Pero el equipo, los colores y toda esa mitología pueblerina que tiene el Betis no pueden llenar nunca por completo al joven que tiembla en su fuerza y en su mocedad, que necesita un esparcimiento bullicioso con mujeres y amigos, pues la victoria sola, en un vestuario lleno de pichas, no es satisfactoria ni sana ni masculina, aunque a Lopera le pueda parecer suficiente. Lopera, con sus santurronerías, quiere imponer una moral sin lubricidad y una disciplina consagrada a que el músculo no conozca el placer ni la holganza. Lopera, ese beatón, sólo quiere dejarles a los jugadores la distracción piadosa de una visita al Gran Poder de vez en cuando. Lopera, en fin, quiere a sus jugadores tomando zumitos y aguantando dentro las erecciones, y si hay que entrar en una casa a parar una juerga o poner al entrenador a vigilar los bailes agarrados que montan los chicos, pues se hace. La juventud estalla en sexo, en copas y en juerga, y los del Betis quieren también la moza y la botellona, pues están en la edad. Es una pequeña rebeldía que algunos no entienden, olvidando que los futbolistas tienen un castigo por el que no pasan el fontanero o el abogado, eso de que el jefe les controle su libido fuera de las horas de tajo y se cuelen en sus casas a contarles los polvos y los güisquis. Estos chicos, al fin y al cabo, están viendo cómo la profesión futbolística quiere robarles sus mejores años amatorios, haciéndoles mirar todo el tiempo a un escudo como a un Corazón de Jesús. Por eso, alguna vez hay que darle gusto al cuerpo y hacer este exceso como una emancipación. Halloween era la noche, fiesta satánica por excelencia, confusión de fantasmas y de muslos, Halloween que traía a las brujas ya sin bragas y toda la procacidad morbosa del alcohol, la saliva y los muertos. Que el señor Lopera y el fanatismo bético miren los partidos y saquen conclusiones a partir de cómo se corre la banda, pero no de cómo se corren las juergas. Hay que dejar a los chicos que se planifiquen ellos solos las fiestas y las responsabilidades. El fútbol es el fútbol y Halloween es Halloween, noche en la que llega el diablo montado en una calabaza, como un Papá Noel viciosillo y cachondón. No es noche para pasársela besando una estampita. |