ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Banderas

 

El Ayuntamiento de Sevilla hizo el martes, en el Alcázar de Sevilla, ese Corpus del homenaje a la bandera andaluza, entre prebostes, arcos y soldados prusianos que pasaban por allí con todos sus hierros y bigotes. Uno hace tiempo que recela mucho de estos homenajes, de las banderas y de las patrias. Uno es descreído, y si tiene que creer en algo, prefiere creer en la individualidad antes que en la identificación y el descanso que pretende dar el ropón de una bandera, bandera que normalmente ha bordado alguien pensando en sí mismo, en sus egoísmos ideológicos, económicos o sentimentales, y que no quiere sino meter en ese sentimentalismo o esa conveniencia a los vecinos como en un cuarto donde todos se olieran los pies.

Cada vez que hay un homenaje de éstos, yo me acuerdo de un sargento que tenía en la mili, un sargento entre moruno y cubano, entre senegalés y brasileño, que casi sacó la pistola, o llegó a sacarla, no lo recuerdo, porque alguien se rió cuando se bajaba o subía bandera. La bandera es como la braga de la patria y por eso, cuando sube o baja, hay que tenerle respeto, adoración y cierto temor a hembra con todos sus colores y olores al viento, que la verdad es que aquella bandera estaba bastante sucia y restregada. Pero en la fila, torcido de cetme, gorra y tripas, el chaval a lo mejor se reía por no pensar en el asco del desayuno o el asco de la cena, en el asco proyectado o recordado de las mantas rasposas del cuerpo de guardia o en el asco de los días que quedaban de mili y que allí se contaban por colacaos, aquí te vas a quedar reventao con noventa colacaos, que decían los abuelos a los padracos pegando un taconazo que les desbarajustaba un poco el tipo. Pero el sargento se echó la mano al cinto y sacó o amenazó con sacar la pistola, y entonces me di cuenta de que por las patrias y las banderas, algunos pueden llegar a acallar a balazos la risa tonta de un muchacho que seguramente sólo pensaba en el pueblo y en la moza, que había dejado solos y algo vacunos en la distancia. Esa maldad que descubrí, maldad justificada por el amor legionario a una bandera como a un Cristo, me hizo ya, para siempre, detestar todos estos paripés y pingaletas.

Hace veinticuatro años y algún día, más de un millón de andaluces salieron a la calle para exigir la autonomía. La Patria Andaluza tomó un cuerpo de hormiguero, pues es en el número y en la sincronía donde más se justifican y materializan las patrias. No está bien visto renegar de esta Patria Andaluza, pero uno no quiere con esto ser irrespetuoso, sino coherente, y tiene que apechugar con esta pequeña apostasía porque ninguna patria le parece casa para el hombre, sino sólo un artefacto que se levanta para que unos cuantos lo adoren y otros directamente se aprovechen. La autonomía la ve uno como una comodidad administrativa, que no como una entraña común, que no creo que pueda existir. En aquella Andalucía naciente de entonces a lo mejor todo aquello era una rabia muy amasada, una pobreza compartida alegremente y una reivindicación de todos sus huérfanos. Salir a pedir la autonomía porque era quizá lo único que se podía pedir y porque la calle era una verbena muy jubilosa y una felicidad de ser multitud y de ver a la panadera arremangada y alborotadora.

Veinticuatro años, y hoy la autonomía es un galeón crujiendo y un rancho de unos pocos que ahora se ponen a saludar banderitas. No me gustan las patrias ni sus alardes, porque sólo intentan aplanar ese corazón múltiple y saltadizo que es el hombre. No me gustan las banderas por lo que tienen de trinchera, de doctrina y de adormidera. Ojalá pudiéramos llevar todos la única bandera de uno mismo, sin tener que comulgar con una simbología que sea género de punto. Por las patrias y las banderas se ha robado y matado tanto que cuando veo estos homenajes me da por releer a Cioran y entonces, por un momento, me entran unas ganas dulces de mandarlo todo al carajo.

 

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