ZOOM · Luis Miguel Fuentes


El Dios de Marina

 

Todavía no he leído el último ensayo de ese filósofo tranquilo que es José Antonio Marina, Dictamen sobre Dios, pero una reseña o resumen que veo en La Vanguardia lo hace apetecible. Ha hecho Marina en este libro, al parecer, una búsqueda del Dios humano, sentimental y cultural, un Dios descolgado de los cuadros, de las civilizaciones y de las medallas, más que el Dios metafísico, pues quizá ya la metafísica, esa manera de ver la realidad en un cirílico hermoso pero absurdo, pasó ya de moda con la nueva lógica y el átomo reventándose. Pero no deja de ver uno, en los planteamientos de este libro y en algunas de sus conclusiones, cierta ingenuidad filosófica, como si no hubieran pasado, ay, ni Feuerbach ni Russell.

Hace Marina su libro a partir de tres preguntas: ¿Podemos saber algo seguro de la existencia de Dios? Si no existiera este objeto cultural en nuestro entorno, ¿lo inventaríamos? Y, por último, ¿es inteligente, a estas alturas, ser religioso? La primera pregunta le choca a uno mucho, pues parece que Marina no viera la trampa misma que hay en el enunciado, cosa increíble. Esa pregunta viene a ser igual que la de si podemos saber algo seguro de la existencia de los gnomos, o sea, volver, por una especie de legitimización sentimental, a los engaños sintácticos del pensamiento arcaico, que gusta de jugar con conceptos y entes de los que no se puede demostrar ni su existencia ni su inexistencia. Pero ya la ciencia nos ha enseñado que la dirección del razonamiento debe ser la contraria, y que la pregunta debería ser: ¿Hay algo en el Universo que nos lleve a pensar en la existencia de (un) Dios? Así que uno opina que Marina empieza mirando a un norte torcido, quizá porque, si no, se queda sin libro. Es una pregunta resultona pero fallida, una manera de jugar con los absolutos que sólo lleva a absurdos y a acertijos para la mente, como cuando Berkeley se preguntaba si los árboles existen o no cuando nadie los mira.

Chocante le parece a uno, igualmente, una de las conclusiones de este libro: “Resulta una manifestación de inteligencia humana seguir la dimensión divina de la realidad hasta donde nos lleve”. Aquí Marina cae en esa otra vieja trampa que es establecer la dualidad mundo inmanente / mundo trascendente. ¿Pero qué es “la dimensión divina de la realidad”? La “espiritualidad”, claro, nuevamente enfrentada a lo “físico” o a lo “natural”. Pero en realidad, lo “espiritual” y lo “físico” sólo son dos maneras diferentes de agrupar acontecimientos que tiene nuestra corteza cerebral. Si uno piensa con maldad, el que Marina utilice el término “divino” parece que pretenda llevarnos de nuevo a la caverna de Platón para enseñarnos que, aunque sólo sea poéticamente, nuestros pensamientos son sombras siempre de una cosa alada y cierta que no lo es. Mal enfoque o mala redacción, pues nada hay de divino, según ve uno, ni en la poesía ni en la “rebeldía creadora” que dice Marina que tiene la religión. Todo en ella es muy humano, y preguntarse por un señor con barbas para justificar todo esto no resulta, a estas alturas de la filosofía, más que un retroceso y una simplicidad. Es un problema de definiciones, que uno creía que ya se había superado con la nueva lógica, pero que Marina vuelve a utilizar, a lo mejor, como decía yo antes, por razones poéticas.

Se queda uno con la impresión, a la espera de leer el libro, de que Marina ha querido emparejar la religión con las actividades más nobles de nuestro cerebro. Pero la ética, la estética, la curiosidad, la creatividad, la sensibilidad, no tienen nada que ver con la religión, que sólo es una burocracia que nos ha querido explicar el mundo sin medios durante toda la Historia, y que ya no tiene ningún sitio más que la nostalgia y el rosario en familia. ¿Por qué es “inteligente” llamar “divino” a eso? Marina hubiera terminado antes explicando que la idea de Dios es sólo la barroquización del envés irracional del ser humano, convertido en sentimiento y en belleza por la argucia de la falacia conativa.

 

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