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ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Todo el progreso de la humanidad (si existe el progreso) nos lo congeló Kubrick en una transición gloriosa entre dos fotogramas: aquel hueso que lanza el mono recién convertido en hombre, que no es más que el mono que descubre la tecnología primera del matar, y ese 2001 imaginado por él y Arthur C. Clarke, el ser humano en el vals del espacio y sus máquinas. En realidad seguimos llevando un simio dentro, nos sujeta por dentro el esqueleto tosco de un simio, esa vocación de triturar quijadas, y la civilización no es más que el intento de ir domándolo, de evitar que salga a ejercer su oficio de simio, oficio de tribu y sangre. Rara vez lo conseguimos, y así nos van saliendo guerras y otras faenas caníbales. Por eso es posible negar el progreso, o medirlo con la regla que a uno le apetezca o le emocione más. Así puede salir, por ejemplo, el pesimismo de Luis Racionero, o la esperanza dulce y ética de José Antonio Marina. Creer o no en el progreso depende de si se mira poco o mucho esa radiografía en la que se sigue viendo la dentadura bruta del simio, esa percha de mono como un costillar de la que colgamos nuestra humanidad tan poderosa de ciencia y cachivaches. Para la transformación del mono en hombre, para el paso del animal que mata a dentelladas al que usa un arma para matar (ésa es la primera llama de la inteligencia), nos hemos inventado un burbujeo de dioses y almas. Al hombre le espanta ser una máquina sin más y prefiere imaginarse un entramado bello y aéreo de espiritualidad que le llene las cavidades. Los dioses vinieron de la vanidad de no querernos ver el mono que se hurga las narices por nosotros. En la película de Kubrick, esa chispa primigenia, ese aliento de un dios o espíritu o inteligencia, el motor que nos saca de la inconsciencia de mono, lo simboliza aquel monolito oscuro, pitagórico, que tocan los simios y que los lleva a ese primer signo inequívoco de humanidad que es matar a otro simio a huesazos. El monolito de 2001 es el primer crujido de inteligencia de nuestra especie convertido en bellísima metáfora por la genialidad de Kubrick. Acabamos de entrar en el 2001, diferente del que imaginaron Kubrick y Clarke, y sin embargo nos encontramos en Andalucía la misma metáfora: el monolito negro y enigmático que parece que Chaves ha encontrado en un sótano de San Telmo, temblando de inminencia como un púlsar, y que ha tocado sin que Zarrías pudiera evitarlo. Si no, no se explica ese salto en su evolución, ese chasquido en su mente que le hace decir ahora que hay mover Andalucía con un nuevo motor hiperatómico. El PSOE se ha llevado lustros manteniéndonos en la última caverna de Europa, llevándonos a cazar a bocados mientras el resto de la civilización hacía danzas en el espacio, veloz e ingrávida, y ahora viene el monolito a iluminar a Chaves, que por fin quiere conducirnos hacia la inteligencia, la ciencia y la cordura. Chaves dice que hay que dar un “salto radical” y romper con el pasado, pero el pasado son ellos mismos con el fémur de un antílope, y el mundo está ya en otra galaxia mientras aquí seguimos en la prehistoria del paro, el analfabetismo y la pobreza, con todas las estadísticas como del plioceno. Uno de los saltos más espectaculares de la historia del cine, esos dos fotogramas, del hueso a una nave espacial que flota entre violines silenciosos. Eso es lo que quiere ahora Chaves, tan de repente. Pero Chaves no es Kubrick. Chaves, en todo caso, se parece más a HAL, aquel ordenador pensante de la película que quedó aprisionado en la trampa azucarada de un bucle sin fin, la repetición eterna sin escapatoria posible de una banda de Möbius, la superficie cerrada con un solo lado que abraza el infinito. Esa banda de Möbius que se parece tanto, ya ven, a esta Andalucía. |