ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Los ginecólogos se vuelven a sentar en el banquillo como monstruos con tenazas. Siete años de cárcel pide la Fiscalía para Germán Sáenz de Santamaría por practicarle un aborto “ilegal” a una chica de 16 años, embarazada de un toxicómano que la maltrataba. La piedad de los bien pensantes sólo deja en estos casos un camino: la tortura psicológica para la madre y la condena a una infancia de sufrimiento para el hijo. La dignidad de la vida que tanto defienden los antiabortistas es básicamente la dignidad del sufrimiento. Sufrimiento y abnegación, pues el sufrimiento es una purificación del pecado y complace a los dioses. Es lo que Bertrand Russell llamaba la “racionalización del sadismo”, sobre la que se construye la moral de los devotos. Una chica de 16 ó 17 años arrastrando a un hijo por entre camellos y zurrapas de miseria es preferible a la extirpación de una mórula líquida, ciega e insensible, sólo humana en su proyecto. Pero hay que purgar el pecado. Hay que castigar al pecador. También hablaba Russell de esto: lo denominaba “psicología del linchamiento”, la virtud que encuentra su afirmación a través de la crueldad con el “desordenado”. Este aborto era fácilmente conciliable con los supuestos ya contemplados por la ley, pero aquí la Fiscalía recurre al argumento de que la chica no contaba con la autorización de los padres. La chica era menor. Esto, para nuestra legislación, equivale a decir que pertenece a los progenitores, sólo por estar a año y pico de los 18, que es cuando se le insufla de pronto la cordura y el alma administrativa. El menor es sólo parte de una camada, tanto que puede ser moldeado, vaciado, traumatizado o corrompido por los padres y todavía llamar a eso educación. Es otra de las aberraciones de ese “derecho natural” que, como vimos en un caso reciente, es capaz de arrancar a un niño de un hogar feliz con sus padres de acogida para devolverlo a una madre drogadicta o perturbada, todo por la razón de que una vez salió de sus genitales. Los padres tienen derecho a disponer como quieran de su “juguete”, que diría Gabriel Albiac. Pero la minoría de edad no es más que otra de nuestras supersticiones culturales. El aborto se realizó con el consentimiento de la chica. Y el ginecólogo fue comprensivo y humano. Los que ahora quieren condenarlo como homicida y los que andan encantados por ello, no son más que crueles supersticiosos. Con la ley por delante, por supuesto. Pero la ley, como la moral, está llena de supersticiones. Tenemos una ley del aborto chapucera que pone por delante de la angustia de la mujer la firma numerosa de padres, facultativos y espiritólogos, pero que, sobre todo, todavía puede conducir a la cárcel a unos doctores como si fueran estranguladores. Y esta ley incompleta sigue así, sin duda, por las sutiles intimidaciones del catolicismo. El catolicismo y su militancia se empeñan en poner el aborto como un degüello de bebés que no lo es, esa táctica de hablarnos de matanzas herodianas que ayuda además a la aspiración católica de que las mujeres estén pariendo un hijo por año para proporcionar a Dios ejércitos y material. Es la única alternativa que la Iglesia deja a la hembra, aparte de la infinita crueldad de la abstinencia sexual, al proscribir los anticonceptivos e igualar el aborto con el asesinato porque ellos, tan inspirados de verdad, lo deciden así. Es curioso que la Iglesia insista tanto en los llantos inexistentes de los fetos y sin embargo silencie las vergüenzas de sus pedófilos y tocones de monaguillos. Debe ser que la “dignidad de la vida” de un seise violado no es comparable a la “dignidad de la vida” de una aglomeración de macromoléculas. Nadie con un mínimo de compasión podría condenar el acto de este ginecólogo ante la adolescente llorosa que llegó con su embarazo a la clínica, pasando antes por todos los camellos de la ruta para que el novio comprara sus dosis. Pero a ver qué tiene que ver la compasión con la moral de esta gente tan decente. Y aún más: a ver qué tiene que ver la compasión con la Justicia. |