ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Erich Fromm nos hablaba de la ansiedad que genera en el hombre el aislamiento, la “soledad moral”, mucho más terrible que la física. “La religión o el nacionalismo, así como cualquier otra costumbre o creencia, por más que sean absurdas o degradantes, siempre que logren unir al individuo con los demás constituyen refugios contra lo que el hombre teme con mayor intensidad: el aislamiento”, nos dice en El miedo a la libertad. Para Fromm, la necesidad del sentimiento de comunidad y pertenencia que genera precisamente el miedo a la libertad se manifiesta en dos aspectos: sociocultural y político. En el sociocultural, lleva a la homogeneización, al pensamiento único, a la complacencia de la masa en su propio volumen traedizo. En el político, lleva al deseo de sometimiento al líder que tiene como cumbre el fascismo. Fue esto lo que hizo posible la Alemania de Hitler, según Fromm. Todo esto recordaba yo leyendo ayer una columna que ensalzaba, no sé si con cierta ironía de fondo, la comunión de corazones y brazos, de hombres y villas que es el Rocío. Más Rocío, pedían. Pero yo no puedo estar de acuerdo con que el pueblo compactado, monocorde y vacuno, por uniformarse de Miguel Ligero, sea en sí mismo algo deseable. No, puesto que el número, la sincronía o la felicidad de unas almas en coro no tienen por qué llevar necesariamente a la bondad de las motivaciones y efectos de sus conductas, que es lo que hay que mirar. El grupo como objetivo no es ningún objetivo. No me gusta ese sovietismo de los pueblos unidos, con una sola voz en cántico o en furia. Prefiero el pueblo plural y discutidor. No olvidemos que la peor tiranía es la de las mayorías. No hay que hacernos a todos rocieros. Hay que hacernos libres y pensantes. Quien gusta de destacar el “fenómeno humano” o “fraterno” del Rocío, o de la religión en general, olvida que la mayor objeción que se le puede hacer no es social, ni siquiera moral. Es puramente intelectual. No ya aceptar, sino hacer preferible una conducta fundamentada en lo irracional a otra reflexiva y crítica, es en sí una alienación de la condición humana y un insulto a nuestra categoría de seres inteligentes. Ver a las miríadas del pueblo cantando, bebiendo y llorando ante la figura de madera de una diosa madre no me produce satisfacción, sino tristeza. Si ésa es la unidad que quieren algunos, yo no, desde luego. Y no la quiero porque glorifica al grupo y mata la individualidad, porque hace del pueblo como una yeguada una visión feliz, porque nos redefine la verdad como cualquier berrido en orfeón, porque nos cuenta que la solidaridad es darle un chorizo al colega contiguo, porque crea odios hacia el disidente, porque alimenta esa vanidad de las medallas, porque enfoca todo el espíritu humano en una avalancha, porque reduce nuestra potencialidad al folclore y el mundo a una marisma, porque nos regresa a adorar las piedras y a vivir en un cercado. Todo esto sin mencionar su estética del mal gusto. Más Rocío, pedían ayer, no sabemos si con algo de guasa. O sea, ¿más tribu, más primitivismo, más uniformidad, más embrutecimiento, más horterez? Seamos iguales y necios, que es manera rápida de conseguir la felicidad. Seamos rocieros, capillitas o moteros, qué más da, pero siempre indistintos en el grupo. Miedo a la libertad y al aislamiento, ya lo decía Fromm. Pero esto es una desgracia y no merece ni el aplauso de los lirios ni la complacencia de los poetas. |