Luis Miguel Fuentes |
REPORTAJE "Esos catalanes, qué saben de nosotros"* Sanlúcar sobrevive al sambenito de aparecer en el anuario de la Caixa como el pueblo más pobre de España * Este reportaje obtuvo el I PREMIO DE PERIODISMO "EDUARDO MENDICUTTI"
LUIS MIGUEL FUENTES Doñana y el
mar presiden y cercan Sanlúcar de Barrameda. Sanlúcar en la esquina
verde y líquida del mundo, el
pueblo todo arrodillado ante el mar y su jungla, besándolos desde un
campanario alto, desde unos balcones con muchachas, ofreciendo su
sacrificio de azoteas y macetas a un azul inmenso y a un tallo
devorador. Es difícil imaginar la pobreza ante ese temblor hondo de la
naturaleza. Quizá porque la naturaleza ahoga siempre a toda la miseria,
a ese vivir de insecto currante del hombre. Pero ahí está la estadística
y su cuchillo, la matemática diciendo que Sanlúcar es la más pobre,
como una lamparón en una chiquilla hermosa. Desde
aquí resulta casi obsceno pensar en la matemática. Queda muy lejos el
informe de la Caixa. “Esos catalanes, qué van a saber de nosotros”,
me dicen. Miro como el forastero, aunque nací aquí. Quiero mirar como
el forastero y aspiro a no reconocer lugares ni ritos. Sanlúcar es un
campo muy sudado, una mar con un hermano muerto y la catedral de una
bodega como el cementerio alto del vino. O Sanlúcar es un chalé con
todoterreno, una plantación de bancos, un especulador que mece los
millones en la grúa. O son las dos, eso puede ser. Sanlúcar en su
doblez desconcertante, en el guiño femenino del disimulo. Pero hay que
dividir Sanlúcar, hay que trazar sus diagonales de invernaderos y
piscinas para sacarle las verdades y las vergüenzas. El
centro, las tiendas, los escaparates, la gente en su mañana de bolsas.
El viejo encorbatado, el joven dependiente, la niña dulce de los ojos
azules, que venden cosas, blusas, sombreros, móviles, frigoríficos.
“Eso de la Caixa es mentira, aquí la gente compra mucho; ¿pero ha
visto la cantidad de motos y coches que hay por aquí?”. Y me señala
la calle Ancha, atascada de ruidos. “Y las promociones de los bancos,
si todo el mundo tiene la vajilla o el microondas del plazo fijo”. Ríen,
después, incrédulos y algo feroces. “Aquí lo que hay es mucha
economía sumergida”. “La gente del pueblo gasta, consume, viaja”,
me comenta la chica de la agencia de viajes, tremolante de hoteles y
billetes. El
presidente de la asociación de comerciantes tiene una pequeña relojería
o joyería, varada entre caserones, con algo de confesionario para
miniaturas. “Muchos parámetros que ha tomado la Caixa no son
significativos aquí”. Se refiere al consumo de energía, al número
de líneas telefónicas, todo ese andamiaje tecnológico que ha tomado
la Caixa en sus mediciones. “Hay problemas en los sectores productivos
que no están apoyados, eso sí, pero esta joyería vende, y mira la
gente en la Feria, y las ventas de pisos”. Sí, en Sanlúcar florecen
las inmobiliarias, y no para el violento movimiento de tierras y
edificios. Hay dúplex de quince millones que se han pagado al contado.
Pero quién los compra, quién. En
la Plaza del Cabildo, con el antiguo Ayuntamiento derrumbado y una
fuente donde algunos gamberros han echado mistol alguna vez, están los
bares de tapas, Balbino, los Martínez, la heladería de La Ibense con
una decoración chocante, como de quirófano. “Aquí, hasta el más
tonto pide jamón serrano y langostinos”, me comenta un camarero.
Otros asienten. En la misma plaza, un peluquero que emigró desde Suiza
ha montado una barbería rara, donde hay un Sorolla que no lo es y vive
un San Pancracio al lado de un libro de sicología. “Cuando llegué de
Suiza, lo primero que me sorprendió fue que aquí había más bancos
que en mi tierra”. Y sigue recortando la barba de un venerable canoso. Bajo
de Guía, bulevar de los restaurantes, toldos de cielo y playa, el dulce
sacrificio de un marisco crucificado en una fuente. Frente al mar,
Bigote, Mirador de Doñana, Casa Juan. En un fin de semana casi no se
puede caminar por allí. Pero hay que fijarse en las caras de las mesas.
Pocas son de aquí, ninguna desde luego está quemada por el sol.
“Nosotros comemos de la gente de fuera”, me dicen los del negocio.
“Los de aquí pueden estar tomándose una tapita en la barra, pero los
que comen langosta y eso, los que se dejan dos mil duros por cabeza, son
todos gente de fuera”. Contemplo
los chalés, los famosos chalés de Sanlúcar, allá por los dos
extremos de la ciudad, donde se va imponiendo ya la naturaleza. Por un
lado, La Colonia, lindando con el pinar de La Algaida. Territorio de
agricultores, mercados de hortalizas, un perfume de tierra y manos,
gente que te regala una sandía. Pero ya no quedan las antiguas casas
rurales, sino un chalé con la cabeza de un caballo de mármol sobre la
escalera. Chalés con invernadero y todoterreno. “Aquí “habemos”
mucha gente honrá y trabajadora, pero...”. El hombre con el que hablo
hace una pausa, mira a una lejanía de tristeza o asco. “Pero hay
también mucha droga...”, termina por decir. La droga, tenía que
salir, la bicha negra de Sanlúcar. “Pero son un ciento que nos dan
mala fama a los demás...”. En
el otro extremo del término municipal, yendo hacia Chipiona, La Jara.
Los chalés más espectaculares, piscinas barrocas, pistas de tenis y
audis. Urbanizaciones con vigilantes jurados, niñas pijas. Gente bien,
de las de siempre. Riqueza de un padre banquero, de un profesional
liberal al que le fueron bien las cosas, segundas residencias, algún
famoso que se construyó allí un palacete. “Una cosa es lo que está
sobre el papel y otra cosa la realidad; aquí hay mucho fraude con el
paro y las contrataciones y la gente que no está asegurada”, me dice
un jareño con un chalé de los normalitos, mientras me ladra su perro. El
fraude, claro. Los chanchullos, la economía sumergida. El dinero que no
se ve. Me lo confirma el Cigarro en una tasca del Barrio, de vuelta al núcleo
urbano de Sanlúcar. En la tasca, fotos de toreros muertos y del Atlético
Sanluqueño cuando ganó al Rayo tres a uno en el 77. Unos chorizos
cuelgan de una botella de anís como en una pesadilla gastronómica. El
Cigarro, hombre macerado de años y verdades, fuma o masca su winston,
aparta apenas la vista de una corrida de toros del televisor para
hablarme. “Aquí hay dinero, pero no se ve. ¿Pero de dónde saca la
gente para salir a cualquier fiesta con dos mil duros en la cartera? Joé
con tanta fiesta, la Feria, el Rocío, ¿es que no queréis trabajar?
Pero bueno, la gente que está peor es la del campo”. Busco
los registros, los conteos de la pobreza, en los despachos, en las
instituciones. En la Delegación de Asuntos Sociales ni siquiera conocen
el estudio de la Caixa. No tienen ninguna estadística de gente
necesitada. Algunos expedientes de sus casos, solamente. Se me encoge de
hombros una chica mona y burócrata. En la Oficina de Fomento Económico,
el director “no se encuentra”. Tampoco me llama luego. Están para
otra cosa, por lo visto. Desisto del funcionariado, de los políticos.
Prefiero ir a buscar la pobreza a su patria, allá en los arrabales, en
las barriadas. Hay que irse al Palmar, a la Huerta de San Cayetano, al
Almendral, a ver un morirse lento de portales, litronas al sol y
camellos barbudos. “Está la cosa mu mala, pare”, me dicen en
El Palmar. Aquí decimos pare por compadre. “Ni hay trabajo ni
ná y hay que buscarse la vida, pare, lo que encuentre uno”.
Pregunto por la droga. Ríe. “Hay que buscarse la vida, pare”,
y se va hacia una tapia, donde unos colegas preparan agachados una
papela, como si disecaran a una lagartija plateada y agónica. Se
vuelve. “Pare, ¿tienes veinte duros?”. Luego recuerdo que lo
he visto alguna vez aparcando coches. Sí,
hay pobreza, me lo vuelven a decir en Cruz Roja, en su edifico medio
demolido, como si hubiera rodado por toda la Calle Caballeros hasta
estrellarse contra la Escalerilla de los Perros. “Más de setecientas
familias vinieron a nosotros cuando repartíamos libros escolares
usados; y si te dijéramos la cantidad de alimentos que hemos
distribuido... Pero la mayor pobreza de este pueblo son sus
infraestructuras”. En Sanlúcar, es cierto, no hay ni estación de
autobuses. Ni cine. Ando
por bares, por tabernas, entre un derrumbe de brazos y tabaco, donde los
hombres de campo se desayunan con vino para aguantar el tajo. Me hablan
de las peonadas, de apañar peonadas para coger el paro y luego ir
haciendo chapuzas. “Hay que llevar la casa p’alante, y si te pasas
de las peonás, pierdes dinero”. Es la cultura de la subvención,
pienso. Pregunto por la precariedad del empleo. “Es que aquí nadie te
asegura, tienen tós menos papeles que un conejo campo, pero qué le
vamos a hacer, si no, no se trabaja, sobre to los chavales, que está la
cosa mu mala pa los chavales...”. Recuerdo algo que me han contado en
otro sitio: “Que le pregunten a mi chiquillo lo de la puerta del
ropero, cuando estaba en la carpintería echando más horas que un burro
alquilao, por cuatro perras”. La puerta del ropero era una puerta
grande en la que el manda daba un par de porrazos si venía la inspección.
Los trabajadores sabían entonces que tenían que salir corriendo a
perderse por el campo. Y así en los invernaderos, en la zanahoria...
“Y en la construcción, usted, lo de las subcontratas, los
destajistas, póngalo usted en el diario”. Voy
ancá el Caliá, detrás del cementerio, por la carretera de Chipiona.
Viejos, rentoy, un as de oros que cae en la mesa como un sol
guillotinado, todo el bar oliendo a refrito, a tiza y a pistacho. Vino
caliente, hombres cansados, de campo, de una cerrajería, de un taller.
El televisor pone con sus interferencias chispazos de fracaso. Allí, lo
que se llama “la charanga”: el que va sobreviviendo por temporadas
vendiendo caracoles, higos, coquinas, rifando pescado con una baraja
como egipcia. Allí no aparcan audis, sino cuatroeles. Un hombre aparece
por la puerta y nos ofrece a cada uno una sardina asada. Pequeña fiesta
de pobres, la sardina, que está mejor que la tortilla de camarones que
me ha puesto el Caliá sin muchas ganas, laciamente y gratis, con la
cerveza. “Yo claro que como langostinos: en Feria y en Pascua, aunque
sean congelaos”, dice alguien. “A mí el médico me puso una vez un
régimen y no veas, que si lenguado en tartera, que si ternera... Y yo
le decía: jefe, ¿esto lo paga el seguro?”. Aquello
no es Bajo de Guía, aquello no es el tapeo de Balbino, aquello no es la
fiesta feliz y continua de unos desahogados, como han llegado incluso a
escribir algunos. “Sanlúcar, pa cuatro. Esos son los que están tor día
en Balbino y en la Barbiana, con las raciones. Los cuatro señoritos y
los abogaos y los maestroscuelas y los del Ayuntamiento, que no viven
bien ni ná los joíos por culo. Y los de la droga, ésos”. “Es que
a ver quién tiene aquí un sueldo fijo, hombre”. “Aquí hay
necesidad, pero viene el forastero y no ve más que fiesta”. Pero es
que el sanluqueño se gasta siempre el dinero con alegría, por poco que
tenga. Esa alegría de dos mil pesetas, la del que sale sólo en la
Feria, en la Virgen de la Caridad y en la velada de la barriada. Porque
luego viene la tristeza de la estrechez, de ir en moto a por la bombona
al depósito por ahorrar cinco o diez duros, de hacer la cena del
domingo con un pollo asado que reciben en casa como una caliente Navidad
de los menesterosos. Llega
la noche como un portón negro, allí a la tasca del Caliá. Me doy
cuenta de que ya no me importa la estadística. Sólo el rico pone
escalafones a la pobreza. Sanlúcar, esta Sanlúcar donde nací, no cabe
en esa estadística de la Caixa ni en ninguna. Pido la segunda cerveza y
el Caliá me pone, con mucha sangre gorda, otra tortilla de camarones,
pobre, lacia y gozosa, como un pan reventado. No me acuerdo, ya, de los
chalés. |