Luis Miguel Fuentes |
25/11/01 |
REPORTAJE |
FUGA DE MENORES DE LOS ALCORES / LA
DEJADEZ DE LA JUNTA Y LAS BONDADES DE LA LEY DESENCADENARON LA HUIDA
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Como una guardería |
El A los 18 menores que se escaparon del centro de Carmona no les costó mucho trabajo huir porque las medidas de seguridad brillan por su ausencia |
CARMONA.- Los chicos malos vienen de la pobreza o de los videojuegos, han crecido en una calle llena de camellos o en una casa llena de consolas y divorciados. Los chicos malos quizá han aprendido del sable japonés de los dibujitos y por eso algunos degüellan a alguien que les mira mal, rauda y alegremente como un pokemon. O quizá han aprendido de la navaja más veterana del barrio y pinchan a un pringao porque es la celebración de su pubertad y una condecoración en la pandilla. A los chicos malos los llevan ahora a centros de menores, porque ya no se dice reformatorio, como tampoco se dice manicomio. En estos centros de menores como granjas, quieren curarlos con una terapia de gallinas y balones de arena. Pero ellos, que empezaron saltando tapias para recoger la pelota que se les cayó en el patio del vecino y luego saltaban tapias para huir de los maderos, saltan otra vez el muro que les separa de la libertad y del delito festivo y reidor que hacen con los coleguis. Dieciocho chicos malos se escaparon del centro de menores Los Alcores, en Carmona. Uno de ellos estaba allí por delito de sangre: treinta y tres puñaladas le dio a un chaval, aquel crimen de la movida de Jaén. Vinieron a rescatarlos unos amigos encapuchados, el Huevo y el Pimiento, brincando por los campos y pisoteando huertas, trepando a los árboles como el más asalvajado Huckleberry Finn. En el centro, sólo había dos educadores y un vigilante desarmado como un bedel, a los que encañonaron con una pistola y una recortada. El asalto al centro fue como el asalto a una pastelería. El centro de menores Los Alcores, en el término de Carmona, por la carretera de El Viso, está escondido entre eucaliptos y yeguadas. Ni torretas, ni garitas, ni cámaras, nada que sugiera encierro, peligro, blindaje. “Uno pasa por aquí y lo puede confundir con una guardería”, dice un vecino que pasea por el camino delante de la entrada. Un guardia civil de paisano que entra asegura, sin embargo, que “éste está bien, ojalá fueran todos los centros de menores así”. Se acerca a la verja de entrada quien después dice que es el subdirector del centro, acompañado de un vigilante jurado que es la protección suficiente e ingenua del centro. El vigilante no tiene más ferocidad que una porra. El subdirector, joven y algo agobiado, se niega a hacer ninguna declaración, como era previsible. Viene espantado a periodistas desde aquella fuga como una travesura, y suelta su discurso memorizado sobre permisos, cautelas y disimulos. La Consejería de Asuntos Sociales ha hecho posible la cabriola grotesca de que sea más difícil entrar ahora en el centro que escaparse. La facilidad para entrar, sin embargo, fue algo que no les faltó a los asaltantes. Los árboles, los eucaliptos, rodean el centro de menores Los Alcores, sobrepasan sus muros y ofrecen sus ramas al interior. Hay uno especialmente accesible, llamativo, casi procaz en su esbeltez y su cercanía. Para llegar a él basta con acceder a un huerto aledaño. Trepar y destrepar, caer sobre el techo de uno de los pabellones. Un juego de niños. Luego sólo queda el obstáculo mínimo de un vigilante cansadizo, desarmado y solo. “Están vendidos —cuenta un chaval que pasa por allí—. Algunos de los que trabajaban aquí se fueron porque los amenazaban, que había broncas muy gordas y no tenían ninguna defensa. Una porra de agua y unos grilletes era lo único que había en todo el centro, y dicen que aquí mandan a los más cafres”. Para buscar las responsabilidades, quizá haya que mirar a la propia ley, que pone a los vigilantes desarmados porque imagina a los chicos malos haciendo recortables muy felices y dóciles, cuando ellos manejan la chirla mejor que la tijera. Pero también a la Junta de Andalucía, a la consejería de Asuntos Sociales, de quien depende el centro, por dejadez y desaliño. Afortunadamente, nueve de los fugados ya han sido detenidos o han manifestado que regresarán por propia voluntad. Ni sensores, ni alarmas, ni videocámaras El centro de menores Los Alcores, de Carmona, no cuenta con muchas de las medidas de seguridad que exige la Ley del Menor, esa ley toda bondad y franqueza que, fuera del papel, no cesa de provocar desatinos. Por el perímetro del centro, sólo parecen patrullar, como una broma, unos perros vagabundos, cansados e inofensivos, escapados quizá también de alguna finca cercana, oliendo los charcos y mirando bobamente. Por lo demás, ni sensores, ni alarmas, ni videovigilancia, que es lo que dicta la ley. La premura para aplicarla cuanto antes pudo más que la fuerza de su letra, tanto que, según reconoce el Ayuntamiento, el centro ni siquiera tiene todavía licencia de apertura. “Lo montaron de la noche a la mañana, claro, antes de que la gente protestara”, asegura un vecino de Carmona. Fue tan rápido, que mucha gente en Carmona ni siquiera se enteró de que existía hasta la fuga, “porque salió en la tele”. “Yo sólo he ido dos veces —cuenta un taxista—y la primera vez que llevé a alguien me tuvieron que decir dónde estaba, porque yo no sabía que hubiera un reformatorio aquí”. Una mujer, que tiene una parcela cerca del centro de menores, comenta que “cuando lo estaban construyendo, creía que era otro chalé”. La prisa vino con esta Ley del Menor, que requiere un universo a medida y por construir que, lejano en los presupuestos, se va inventando o ignorando con improvisación. Falta personal, se elevan edificios sobrepuestos, se van posponiendo las pequeñeces y rodeando las normas. El caso de esta fuga en el centro Los Alcores ha mostrado los agujeros de una ley cuya buena fe se desnuca por la falta de medios y por la precipitación. El Ayuntamiento de Carmona ha hecho un llamamiento a las administraciones para que “refuerce y mejore los sistemas de vigilancia” y para que estos centros de menores “estén dotados de garantías suficientes”. |