Luis Miguel Fuentes |
23/04/02 |
REPORTAJE |
"Ojalá mañana no me despierte" |
El asesor fiscal Carlos Roos malvive, desde 1999, con una pensión de 36.000 pesetas y teme perder su casa por un embargo |
EL PTO. DE STA. MARÍA.- Era influyente, recio y acomodado. Escalaba montañas impulsado por un vasquismo de piedras y cojones y triunfaba en su despacho de la calle Serrano de Madrid como asesor fiscal. Estaba acostumbrado a los timbrazos de los ministerios y a los hoteles de cinco estrellas, a tener una flota de coches aparcados y a que vinieran los gobernadores a departir con él. Ahora es un hombre enfermo, derrotado, pobre y agrio. Despeinado, sin afeitar, con una sudadera llena de lamparones, tiene todavía un orgullo antiguo sobre la silla de ruedas, como un marqués gotoso. Su pierna izquierda que no está, su pie derecho mutilado y abierto, la diabetes y los temblores que hacen un trabajo sordo y cavador por unos adentros derrumbados. Vive solo, en El Puerto de Santa María, olvidado por la familia, entre la evocación y el amotinamiento, entre el embargo y la muerte, tomando nueve pastillas diarias y soportando los dolores de un cuerpo desagradecido y la mala suerte que le ha ido quitando todo a mordiscos. Él, que fue un hombre de negocios y millones, ha tenido que comer de los vecinos, cobra desde el 99 una pensión de 36.000 pesetas y ahora espera que le quiten la casa como una capitulación definitiva. Se llama Carlos Roos Bañales, natural de Bilbao, y tiene 56 años que entre la telaraña de la enfermedad y el fracaso parecen más. Su caso ha saltado a los medios después de que empaquetara su historia en informes y dosieres y la mandara a la escritora Rosa Montero, que le dedicó una columna el martes pasado. A Carlos Roos se le congelaron las piernas en una montaña cuando tenía sólo 34 años, en 1980. En 1988 le amputaron la pierna izquierda. En el 93 tuvieron que cortarle cuatro dedos del pie derecho, que sigue al borde de la gangrena y con una herida que no ha cerrado en ocho años. Además, tiene diabetes y problemas de circulación que le han hecho perder sensibilidad en las manos. Pero la historia de Carlos Roos no es sólo la del desmoronamiento del cuerpo, sino la de toda su vida. Fue perdiendo su trabajo, su dinero, su patrimonio, sus amigos importantes, su familia, y sólo se le quedó una mala leche que a ratos resulta enternecedora y a ratos odiosa. Su chalé en la urbanización Vallealto, a unos 4 kilómetros de El Puerto de Santa María, ha ido acompañándolo en su decadencia, por empatía o solidaridad. Allí iban políticos, prebostes, cochazos, y ahora está desconchado, comido por los matojos, con una parabólica antigua como un ojo pinchado que ya no mira a ningún sitio. Carlos Roos ya no puede abrir la puerta y por eso hay que llamar al vecino, que sale con una llave con docilidad o agobio, hace rechinar la verja mohosa y entra en la casa como en una cripta. Carlos Roos, desaliñado y silencioso, interrumpe su desayuno y se conduce con la silla de ruedas por unas habitaciones esquilmadas que conservan una dignidad de enciclopedias y libros de contabilidad. La casa huele a enfermedad, a venda y a tila. Carlos Roos tiene que cambiar de silla de ruedas para franquear el escalón que da al despacho, un despacho que es como su última hidalguía, como el monumento a lo que fue, tiernamente inútil ya. Allí, una mesa amplia con carpetas, periódicos y revistas de economía, una estantería con tratados de fiscalidad, un ordenador viejo que le regaló una hija, un equipo de música que resiste destartalado y amigable. Carlos Roos es culto y gruñón, insultador y pendenciero: “Aquí estoy esperando que el Ayuntamiento me embargue la casa, porque no puedo pagar el IBI. ¿Cómo es posible que una autonomía de segunda como es Andalucía tenga un IBI doble que Madrid o San Sebastián y un pueblo de mierda como éste sea tan caro? Lo que están haciendo los del Ayuntamiento conmigo no tiene nombre, y encima lo hace una gente que es analfabeta”. Carlos Roos es así. Despliega con contundencia e impudor sus calificativos sobre Andalucía y los andaluces: vagos, analfabetos, gritones. Señala una bandera pirata que tiene en una habitación contigua y espeta, burlón: “Esa es la bandera de Andalucía”. Pero cuando cuenta su historia y su caída en picado, todo en él llama a la piedad. “El trabajo era mi vida y la mayor de mis aficiones, tanto que el día en que me amputaron la pierna salí directamente del trabajo para el hospital. Mi otra afición era el deporte, subir a este pico o aquel, irme a los Pirineos. Hasta que me amputaron la pierna, en el 87. Al año siguiente, me propusieron venir aquí, para lo de Sherryworld, que resultó ser una estafa. Y aquí me quedé, como Pizarro, con las naves quemadas”, cuenta, triste y arrogante. “Me lo advirtieron: ‘mira que con tu carácter y con la alegría y la poca responsabilidad de los andaluces vas a tener problemas’. Aquí no hay actividad económica, y no he podido encontrar trabajo. Ser asesor fiscal es como ser cura, te tienes que hacer íntimo del cliente, y aquí nadie me conocía. Así llevo 15 años, malviviendo, y no puedo volver a Madrid, porque en esta casa me gasté 41 millones, y buscar ahora clientes allí ya no sería lo mismo. Tomé una mala decisión y ahora lo estoy pagando”. Sus coches, descapotables, bemeuves de gama alta, han ido despareciendo, vendidos o malvendidos, igual que sus bronces y su colección de porcelana de Lladró para coleccionistas, de la que sobreviven un Napoleón roto y unos soldados como gnomos que tiene en un sofá igual que viejos colegas muy callados. De todo lo que fue sólo mantiene su amplia biblioteca con la enciclopedia Espasa gorda y como mortuoria, y el recuerdo de unos amigos de apellido sonoro e importante que él menciona pero ya no están o no quieren estar. Con la familia que le ha dado la espalda no se sabe por qué razones (dicen que por manirroto e insoportable), Carlos Roos está solo, con la compañía del ATS que viene de vez en cuando a curarle el pie y a aguantar su malhumor, con una mujer que le han puesto para arreglar la casa en una hora y media, con el vecino como un ama de llaves abnegada por la compasión que lo lleva al Carrefour. “No tengo amigos, no tengo con quien hablar”, se lamenta. “Ahora, si me quitan la casa, me pegaré un tiro, a ver qué voy a hacer yo. Ojalá mañana no me despierte... Ya alguna vez he estado a punto de cortarme las venas”. Carlos Roos, tullido, acosado por la enfermedad y la desgracia, arruinado y altivo, es un hombre destruido, patético y no se sabe si loco ya por tanta fatalidad. “No tengo ninguna esperanza”, dice al despedirse. Cuando se cierra la puerta, la casa, con sus leones de piedra y su jardín como una selva de jaramagos, parece más que nunca una tumba. Entre el malhumor y el dandismo Carlos Roos no es simpático, y él lo sabe. Su carácter, macerado de presunción y superioridad, le ha traído problemas constantemente. Varias de las personas que lo han estado atendiendo se han negado a volver, cansados de menosprecios e insultos. A las trabajadoras sociales las llama “trabajadoras sexuales”. De una mujer que limpiaba la casa dice que era una “indecente analfabeta”. En el centro de minusválidos de Pozoblanco, al que equipara con un campo de concentración y donde estuvo un tiempo hasta que se marchó o lo echaron, llamó a un ATS maricón. “En Pozoblanco ponían una comida que era bazofia, que no la querían ni los cerdos, porque allí viven todos de los cerdos, cogiendo bellotas. Son unos marranos lechosos, de los domésticos. Allí empezaron a triturarme, y tanto me jodieron que me fui”, se justifica. Monta escándalos en los hospitales, echa de su casa a los enfermeros, se niega a hacerse pruebas, habla del SAS como de un matadero. Cuentan que una vez que le iban a hacer una radiografía preguntó irónico si “aquí en Andalucía sabían lo que era eso”. Desilusionado, exigente, sincero y tajante, despotrica de políticos y periodistas: “En este país todo es mentira, lo único que es verdad es el BBV; hay democracia para votar, pero como la gente no sabe nada...”. Aun arruinado y lleno de lamparones, todavía se permite el dandismo de mandar alguna vez a un taxi a comprar comida en una tienda para gourmets. Carlos Roos, berlanguiano y grosero, conmovedor y roto, lo ha perdido todo y hasta puede que él haya tenido parte de culpa. Pero sin duda no estaría tan solo si no se empeñase en resultar odioso para todos los que intentan ayudarlo. |